Un abrazo eterno, hermanito
Opinión

Un abrazo eterno, hermanito

Pienso que los verdaderos héroes son como él, a su lado mis problemas son pequeñeces

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octubre 18, 2019
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Cuando niños, mi hermanito Luis, el inmediatamente mayor que yo, era delgado y pequeño, pero de carácter muy fuerte. Jugaba fútbol muy bien, hasta el punto de ser escogido para la selección de microfútbol del kínder que cursábamos, en el clásico de clausura de fin de año, enfrentando al equipo de primero cuyos jugadores eran mucho más grandes. Las barras aplaudían a rabiar sus hábiles jugadas.

Sabía hacerse respetar con sus puños, y con ellos también me hacía respetar a mí. En los años sesenta los niños nos levantábamos en un ambiente rudo, ni pensar en los derechos de la infancia o en la prohibición del maltrato infantil.  Las maestras podían golpearnos cuando se les antojara y hasta los padres de familia lo asentían. Algo malo estaría haciendo desde que la profesora lo castigó tan fuerte.

Luisito aprendió a nadar años antes que yo. Y era un ciclista avezado cuando yo apenas luchaba por mantener el equilibrio en la bicicleta. Salvo las calificaciones de cada mes, podría decir que me superaba en todo. Sabía hablar y desenvolverse con la gente, mientras que a mí la timidez me enmudecía. Tuvo novia mucho antes que yo, que asombrado le escuchaba contar cómo se besaba una chica y hasta cómo se la podía despachar por necia.

Asimismo bailaba con suma gracia, haciéndome preguntar por qué mis piernas y cadera eran tan tiesas. Cantaba en público sin la menor aprensión y sabía ganar con facilidad el cariño de tíos, primos y vecinos, de un modo que para mí resultaba misterioso. Cuando me envicié a leer novelas de aventuras, Luisito gustaba de escucharme relatar sus tramas, aprendiendo de libros sin tener que dedicar como yo tanto tiempo a eso.

Llegados al cuarto grado, mis padres me matricularon en San Bartolomé, en donde permanecí hasta terminar el bachillerato. Luis superó la primaria y fue matriculado en el Colegio Nacional Restrepo Millán, a una cuadra de nuestra casa, donde estudiaban jornada continua hasta la una de la tarde. Yo debía viajar cuatro veces al día en bus entre el barrio y el centro, obligado por las jornadas de mañana y tarde.

Los años de la secundaria, quizás los que más influyen en nuestro destino, son al mismo tiempo los que más rápido vuelan. Papá solía decir, rememorando la experiencia con mis hermanos mayores, que al entrar a lo que hoy es sexto grado sus hijos eran aún unas criaturas, pero que al verlos obtener su título de bachiller, se habían convertido en hombres. Nuestra pubertad y adolescencia se esfumaron  con esa prisa que todavía nos asombra.

De pronto yo era un estudiante de Derecho en la Universidad Nacional, mientras que Luis, graduado como bachiller, trabajaba en una empresa electrificadora de carácter público. Estábamos envueltos en relaciones amorosas intensas con nuestras novias, bebíamos cerveza y aguardiente los fines de semana, asistíamos a fiestas hasta altas horas de la noche, y hasta jugábamos billar en el negocio del paisa, donde Luis siempre ganaba.

Hasta que tomó la determinación de casarse. Reñimos por esa causa, pues el fracaso de mis hermanos mayores me había enseñado que los matrimonios tempranos son una pésima decisión. Un año después llegó su primer hijo. Para entonces él también estudiaba Derecho, en horario nocturno en la Universidad Autónoma. Una vez me gradué de abogado, me picó el afán de emigrar en busca de una vida distinta. Viajé a la costa, me casé y terminé en las Farc.

 

Fueron treinta años durante los cuales las noticias de la familia eran escasas.
Firmado el Acuerdo de Paz y cumplida la dejación de armas, regresé a Bogotá.
Luisito estaba igual. Sin una cana en la cabeza

 

 

Fueron treinta años durante los cuales las noticias de la familia eran escasas. Firmado el Acuerdo de Paz y cumplida la dejación de armas, regresé a Bogotá y me reencontré con la familia. Luisito estaba igual. Sin una cana en la cabeza. Se había separado y vuelto a casar. Su hijo mayor había muerto en un accidente. Una dolencia respiratoria lo obligó un día a internarse de urgencias. Los exámenes revelaron un cáncer pulmonar.

Su pulmón derecho estaba perdido, y la enfermedad crecía veloz en el izquierdo. La noticia nos conmovió profundamente a todos. Desde mi regreso son cuatro los primos hermanos que han muerto y a cuyos sepelios he debido asistir. Resulta imposible evitar la maldita idea de que el próximo será el de mi hermanito. Lo he visto luchar como un guerrero con los tratamientos de quimioterapia que lo dejan hecho un guiñapo humano.

Su optimismo no flaquea, pese a que le descubrieron metástasis en la columna vertebral. Cuando lo visito, ríe como un niño, hablándome de sus aventuras durante mi ausencia. A veces, entre una sesión y otra, debe esperar unos días y me cuenta orgulloso que el oncólogo lo autorizó a tomarse dos whiskies. Los sirve grandes mientras me brinda muchos más a mí. Pienso que los verdaderos héroes son como él, a su lado mis problemas son pequeñeces. Un abrazo eterno, hermanito.

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