“Mendigamos. En las puertas de los hoteles. En las rutas turísticas. Dormimos en la calle. O en los portales de las iglesias. Comimos la sopa de los hermanitos armenios. El pan de los hermanitos palestinos”.
Esta cita de la obra maestra de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, da cuenta de un imaginario silencioso que transitó —y aún transita—en la percepción general que casi “exigía” de los artistas una vida con privaciones económicas dentro de un hermoso y literario azar. Una prueba de pureza sumida en la más idílica de las pobrezas.
Fuimos testigos a través de sus escritos y biografías, del éxodo que acometieron muchos de los artistas latinoamericanos del siglo XX, hacia la búsqueda de epifanías existenciales en viajes a hostiles, pero acogedoras ciudades extranjeras, principalmente París, donde se dieron cita, en una especie de culto gregario (una de nuestras características culturales más notorias), las mentes más prolijas y sensibles de esta parte del mundo.
Escritura y pintura a la luz de la vela, cenas que consistían en sopas de periódicos, romances que solo podían financiar caminatas, ropas raídas, higienes intermitentes, interminables cigarrillos para acompañar el café e interminables cafés para acompañar los cigarrillos, eran parte de una escenografía que albergaba a autores y lectores que hicieron de la extrema austeridad, su musa. Muchos además participaron de movimientos sociales y políticos que exigieron el destierro de la supremacía de lo material y reivindicaban la práctica del amor ilimitado y la justicia social.
Pero los tiempos cambian y, aunque este legado es hoy en día a veces sincero, a veces pose, construyó una concepción de aparente indiferencia y alergia del mundo y los personajes del arte al dinero y a su intimidante evolución: la industria. Cada vez es más apremiante que se modifique esa idea —ahora dañina, ahora obsoleta—del artista mendicante. El artista que paga con su pobreza el derecho a hacer lo que lo hace feliz. El hijo rezagado en la casa de hermanos abogados e ingenieros. El protegido de mamá. El loco.
Y es que como cualquier otro oficio o profesión, en la cual se invierte dinero, tiempo y salud, el arte debe ser considerado además de la etérea y no digestible idea de la expresión del espíritu humano, un camino de lucro, una oportunidad de empresa y un proceso que conduzca a la estabilidad y, ¿por qué no? a la realización económica de los artistas. Es simple igualdad. Son nocivos y contraproducentes ciertos requisitos formales, en cualquier convocatoria, ya sea pública o privada, de la persona jurídica sin ánimo de lucro o de los económicamente minusválidos eufemismos como “agrupaciones artísticas” y “colectivos culturales”.
Y para el que prefiera continuar percibiendo su expresión como algo inalcanzable para el terrenal dinero, también cabe la posibilidad de tomar ese camino y vivir con la romántica estrechez que lo haga sentir digno, pero no a costa de otros que comprenden el arte desde una alternativa de lucro, de remuneración y de simple justicia.
Fecha de publicación original: 9 de mayo 2014