Joseph Stiglitz expresa una obviedad cuando dice que los chalecos amarillos en Francia son el producto de un desarreglo de la política gala, que cabalga con ojos vendados. El movimiento se origina en un “profundo descontento”, que se ha acumulado durante varias décadas de ¿desgobierno? Acaba de morir Jacques Chirac, fue 12 años —una eternidad si se miden con los tiempos políticos— presidente de Francia. Aparte de los elogios que su figura merece, era un retórico admirable, por ejemplo decía cosas como esta, “en el campo cuando puedes comer, comes, cuando puedes mear, meas y cuando puedes besar, ¡besas!”, su divisa; hay un titular de L’Obs así: “Chirac: doce años para nada (o casi)”, en el desarrollo de la noticia, Philippe Manière opina que, “el humor y la calidez de Chirac enmascararon una forma de inmovilidad, especialmente en su segundo mandato”. Inmovilidad puede ser sinónimo de desgobierno, dejar que, a los asuntos de Estado, es decir de los ciudadanos, les crezca musgo. Ahumar las cosas, mientras la industria se desploma, por ejemplo. Si quieren, sumergirse en cruceros en los fiordos, con la poesía al fondo, mientras la empresa se va a pique. Y ocurren esos desastres sin poder atribuírselos a nadie.
La rebelión de los chalecos —gilets jaunes, en francés— no hace más que catalizar todos los males nacidos de los trastornos de la sociedad francesa. Francia es una de las potencias económicas europeas, solo por detrás de Alemania, pero representa las contradicciones del mal capitalista que se niega a reconocer la esclerotización del modelo económico vigente, únicamente preocupado por sembrar desigualdad y de mantener una pobreza con la cínica y deshonesta política de subsidios. Cuando los chalecos aparecen en noviembre 2018, se pensó en otra manifestación más —como si el deporte de los franceses fuera protestar— pero el 28 de septiembre de 2019, ya reúne 46 sábados continuos saliendo a las calles de todas las ciudades francesas. Diez meses en que se muestran vehementes, con ira, desprecio por el gobierno, repiten y piden con obstinación la renuncia de su presidente Emmanuel Macron. Historiadores y sociólogos están desorientados: no son populistas, ni están conectados a ningún partido, no reivindican cuestiones de raza o inmigración, no tienen un gran líder, ni nada que ver con asuntos nacionalistas. Es una revuelta libre, espontánea y autodeterminada.
Están enrabietados con cuatro decenios de un liberalismo cultural que en vez aportar, los ha despojado de sus bienes materiales y espirituales. El geógrafo Christophe Giully ve un rompimiento definitivo entre los de arriba y los de abajo. Su cólera, que introdujo el paroxismo del miedo entre los burgueses citadinos, fue manifiesta cuando quemaron el restaurante Fouquet en marzo, monumento nacional y lugar donde la élite política celebraba sus victorias electorales. Ni siquiera respetaron el 14 de julio —día nacional de Francia—, plantearon batalla a la gendarmería. ¿Aquí y ahora de nuevo las revueltas contra Luis XVI? Una lucha de clases que el primero que niega y no reconoce es el presidente Macron empeñado en negar la evidencia, como Chirac que se había construido su mundo con fragancias de Christian Dior, mientras crecía, silenciosa, la amarga bilis de la frustración y el descontento. El problema francés viene de lejos. Ya en 1985, el demógrafo francés Herbé Le Bas hablaba de “tres Francia” bajo la apariencia de una República única e indivisible. Así son las élites francesas, absolutamente displicentes y evasoras de la realidad.
Esto enerva a los chalecos y a cualquiera que tenga unos, solo unos gramos de sensibilidad. La discriminación es mala compañera de camino y puede poner en riesgo el futuro común. En las tierras galas hay un exclusivo y selectísimo grupo de 10 magnates con un poder de absorción fascinante, captan rentas de manera mágica, con un ojo negociante no fácil de imitar, sumadas sus fortunas detentan la escalofriante suma de 200.000 millones de euros. A años luz de ellos, se puede ver, en el cuarto decil, los que viven en el bucólico e idílico barrio del noroeste parisino Neuilly-sur-Seine, con sus parterres de gladiolos, magnolias y narcisos, habitado por algo más de 50.000 dandis, de estilo daliniano, con patrimonios superiores a 1,3 millones de euros y luego, casi al final, los chalecos amarillos, una clase media succionada por la desgracia, aún tienen IPhone, netflix y comen las tres comidas pero medidas, algunos malviven con 15.000 euros anuales; y en el decil de abajo están los invisibles visibilizados por la penurias, son varios millones que están en suburbios, donde —en algunos de ellos— la policía no se atreve a entrar. Las leyes emergen de sus entrañas. Estos, ni apoyan ni están de acuerdo con los chalecos. A estos lugares, el presidente Macron, se refirió el 16 de septiembre, aceptando que son “secesiones de la República”; van por libre y no figuran en ningún registro, pero hablan francés, casi tan bien como Maupassant.
En Francia el tejido social se ha ido deshaciendo frente a los ojos de la élite política desentendida. Las grandes empresas francesas como Total, Airbus, PNB Paribas, Auchan, Renault, manejan cifras de negocios millonarios; si aportaran un 0,1% de sus pingües ganancias, se limarían las diferencias sociales y habría menos tensión y traería alivio a la gente. Está comprobado, Sukarno se enriqueció en Indonesia, pero subió el nivel de vida del pueblo, hasta el punto de que a la población le tenía sin cuidado la corrupción. Pero lo que molesta y causa desazón es ignorar las cosas. «Mientras que en Francia sigamos banalizando que los jubilados vivan con míseras pensiones de 500 euros y que cada tres días un agricultor se suicida ante la indiferencia total... Eso quiere decir que a los franceses les da igual su país», afirma con amargura René un pensionista que vive cerca de la ultraderechista ciudad de Béziers. No hay conciencia de solidaridad, que es lo que intentan destrabar los chalecos a quienes ofende mucho la riqueza invisible, motivo de ostentación en la prensa, banqueros con sueldos opíparos, especuladores que amasan cifras colosales, fondos de inversión leoninos, que Scorsese fotografió en El lobo de Wall Street, el festín hipócrita del dólar, la displicencia del esfuerzo, el imperio de lo fácil y el lujo gracias a la holgazanería de unos cazurros vestidos por Pierre Cardin que manejan cifras de vértigo. Es la adoración de lo irreal, de la mentira.
Pero que la prensa alimenta sacando a bailar, en sus revistas y audiovisuales, gestas de adinerados presentados como íconos y personajes modelos, inalcanzables para las clases modestas que se siente más bien burladas. Ante semejante danza de los millones se ubican los chalecos amarillos y comprueban lo complicado que les resulta llegar a fin de mes, incluso en aquellos hogares donde ambos cónyuges trabajan los dos, se ven en calzas prietas para responder a sus obligaciones. Les queda una opción: apretarse el cinturón. No es que vivieran tirando la casa por la ventana, pero fueron tocados por esa bulimia venenosa que inyecta la tecnología en los seres humanos que invita a comprar y comprar, y en un abrir y cerrar de ojos —la crisis llegó de sopetón— ese mundo les fue arrebatado. La pantalla de plasma con ese color exuberante, el último iPhone que Tim Cook pone ante los ojos de millones de compradores, ese coche viejo que se quiere renovar, el viaje a las islas galápago, no serán más que un sueño inalcanzable, dando paso al desencanto. De paso, el consumo —una de las variantes de la economía saludable— como lo necesita la industria y el comercio es imposible de robustecerse a causa de unos precios prohibitivos para sus bolsillos. A renglón seguido se establece una cadena diabólica, si no hay consumo cae la demanda, el desempleo se triplica, bajan los ingresos fiscales y se da paso a la desaceleración económica y la quiebra de millares de pequeñas empresas familiares. Y no hay nada peor que vivir de la nostalgia —deja la puerta abierta a todo tipo de deficiencias mentales—, con los franceses lamentándose de los tiempos que ya no son: como los llamados años “treinta gloriosos”, que posibilitaron el crecimiento de la clase media y el acceso a la propiedad.
Logros que hoy solo viven en las historias de los abuelos y que por tal motivo ha llevado a las nuevas generaciones a ocupar una tierra inhóspita y árida. De ahí las palabras de Stiglitz el 26 de septiembre en Francia al lanzar su libro Capitalismo progresivo, cuando dice, “la igualdad de oportunidades, en el corazón del sueño americano, está amenazada”. Es como volver a lo que ya se pensaba que hacía parte de la paleontología, todo tiempo pasado fue mejor. Porque algo es seguro, los hijos actuales no podrán obtener una vivienda ni llegar al confort que sus padres tuvieron, a no ser que hereden algo. Tendrán que vivir en la en la injusta política de austeridad, el dogma de la última década, que ensombrece las perspectivas futuras de los jóvenes. De esta forma se establece la dolorosa verdad de que las promesas de una vida mejor, tan publicitadas por Mitterrand, Chirac, Sarkozy, hacían parte de un sainete llamado Las máscaras del poder. Aquí sí es legítimo usar la palabra traición, del gran capital, de los bancos, de los organismos internacionales, del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, nacidos para sacar a Europa de la ruina provocada por la Segunda Guerra Mundial, política adelantada con éxito hasta 1980; desde entonces se inició otro proceso, pero a la inversa, el desguace del Estado de bienestar que había traído la relativa paz y concordia a que se puede aspirar, cuando hay unos relativos estados de resignación. Porque no se puede decir que la riqueza se estuviera distribuyendo de una manera equitativa, razonable, justicieramente, porque esto nunca se podrá realizar por la codicia del capitalismo cuyas tripas jamás se saciarán. Que Jamie Dimon, presidente y CEO de JP Morgan Chase, se gane 28 millones de dólares al mes, es obsceno, cuando hay millones de seres en India, Bangladesh, Colombia, Burundi, que viven con 1 dólar al día.
Los que viven de su salario atraviesan dificultades, así de simple. La economía los rechaza, el Estado los abandona, “en Francia o en Estados Unidos esto resulta en desilusión, un sentimiento de soledad y desorganización social”, afirma Stiglitz. Esas clases medias decepcionadas llevaron a Macron y Trump al poder, no porque confiaran en ellos, sino como parte del desespero al que han llegado los humillados y ofendidos por tantos años de mentiras. Los chalecos son esos franceses de clase media que se han encontrado arrojados a la calle por el modelo económico, no de repente sino en un trabajado y preciso proceso de erosión monetaria de las clases menos pudientes y cuyo punto de llegada tiene por destino final la precarización. Pongamos como notaria de esta última afirmación a Christine Lagarde, directora del FMI en septiembre de 2018 declaraba en Paris Match, “las clases medias han comenzado a sufrir antes de la crisis (de 2008). La disminución de los ingresos de la clase media viene de hace 30 años. Pero el aumento de la desigualdad y, por el contrario, el aumento de la riqueza del último decil se vio favorecido por la crisis”.
Lagarde es precisa, la eclosión del modelo Reagan-Thatcher que se le entregó al mundo como el nuevo mesías, hizo crash en 2008, de una manera incluso más catastrófica que la sufrida por el modelo soviético en 1990, con la enorme diferencia de que al uno se le exaltó y al otro se le hizo portador de escarnio. Pero está claro, el modelo capitalista estaba bien en la época de Adam Smith, cuando hablaba de la mano invisible que mueve la economía. Hoy, a esa mano invisible le apareció arteriosclerosis y la ELA (la misma que, hermosa y épicamente, derrotó Stephen Hawking). Que los banqueros no duden más en sepultarla, sería el mayor acto de estupidez no hacerlo, y los gobernantes tendrían que dejar la sumisión al gran capital. Los chalecos son la consecuencia de ese modelo de desigualdad arcaico, obsoleto, porque la teoría de que se produce por generación espontánea estaba bien en las historietas de los hermanos Grimm. Hay que leer el recién aparecido libro, Capital e ideología, cuyo autor Thomas Piketty derriba las narrativas del liberalismo, para decir que la desigualdad es “ideológica y política” y no cimentada en “lo económico o lo tecnológico”. En definitiva, que no son “naturales”, ni que su presencia se debe a unos hombres más trabajadores que otros, ni siquiera es asunto de inteligencia. Es el imperio de la vanidad que divide entre buenos y malos, el pedigrí y la chusma, los de arriba-los de abajo.
Francia está fragmentada, representa muy bien el epítome del capitalismo. En París existen los barrios chic y los suburbios —banlieue—. La Défense, es el gozo de los placeres, centro de negocios, edificios donde Jean Nouvel compite con Dominique Perrault en belleza arquitectónica, y al lado está Versalles el barrio acomodado donde viven los empresarios que trabajan en la Défense, es la antesala del paraíso, y vota a Emmanuel Macron. En otra zona vemos a Aulnay tomada por el deterioro, edificaciones que parecen papel maché, en sus balcones se amontonan piezas de coche, muebles viejos, una nevera. En el uno, el tiempo es vértigo, presión, dinámica, oro, no hay espacio para el esoterismo; en el otro, el tiempo se estancó, se detuvo, se desmineralizó, aunque sus habitantes envejecen, aquí la vida es otra cosa, como en el llamado Departamento 93, habitado por 1,5 millones de personas, asociado a bandas, drogas, gueto, es la antesala del infierno, aquí votaron en 2012 a Hollande, que ofreció frenar el desempleo; hoy ellos son nihilistas. En la cité de Las 3.000 los jóvenes no tienen nada que hacer, cualquier día, en vista de que el gobierno se ausentó de estos lugares, llega un imán, a tomar su lugar, para predicarles el Corán. “Algunos se hacen salafistas”, dice Bilel de 22 años, “para no aburrirse, porque en el salafismo siempre tienes algo que hacer”. Un cierto número se radicalizan y se convierten en muyahidines y terminan en la yihad en Siria, Palestina, Yemen, Irak, o reventando la sala Bataclan.
Nicolas Grimaldi, profesor de filosofía en la Sorbona, dice en ABC, son dos pueblos, dos culturas, dos maneras de vivir, dos ritmos completamente distintos que apenas se puede entender que sean dos barrios del mismo París. ¿Dónde, entonces, ubicar a los chalecos amarillos, en ese crisol de confusión? Ni aquí ni acullá, están sin ubicación espacial, parecen hibernar, se agitan y no se olvidan de su ADN revoltoso. En las revoluciones francesas por lo general ha habido alianzas entre burguesía y clases populares. No en la de 1968.
El filósofo inglés, Roger Scruton, en mayo de 1968, hacía su tesis, que redactaba en un apartamento del barrio Latino de París, trabajaba en una idea apasionante, aquellos que creen que “el bien es más fácilmente destruible que establecerlo”. Encendió un cigarrillo, se puso a jugar con el humo que salía de su boca y de pronto escuchó un ruidoso alboroto en las calles. Se lanzó a la ventana para calmar su interrogante, presenció horrorizado el levantamiento de estos “niños mimados de clase media alta —aleccionados por Dani el Rojo— que nunca habían tenido dificultades en sus vidas” y comenzar a quemar los autos de los pobres y a violentar a la policía proletaria. Scruton cerró la ventana y siguió trabajando, al final de la jornada escribió una frase que decidió su vida: el bien es preciso preservarlo, que ha sido la brújula en su obra.
No, los chalecos nada tienen que ver con mayo del 68, ni siquiera con aquella de Robespierre o Danton, quizás se podría argüir que es más bien la fractura entre ganadores y perdedores de la globalización liberal que con sus vicios se encargó de establecer una fábrica donde “cada vez hay menos ricos y cada vez más pobres”, como dijo el futbolista argentino Jorge Valdano. El credo de hoy es disminuir el Estado de bienestar (Etat providence). El nuevo rey de Holanda, Guillermo Alejandro, en un discurso ante el parlamento holandés, en septiembre de 2013, proclamó: “Aquella idea del Estado de bienestar, creada en 1945, ha llegado a su fin”, en su lugar habrá “una sociedad participativa”. “Ya basta de que el Estado se haga cargo de todo”, dijo Guillermo, se hacía eco del discurso de Ronald Reagan cuando asumió la presidencia, el Estado es el problema, dijo el exactor, dándole vía libre al gran capital para establecer sus dogmas.
Desmontar ese Estado de bienestar, que estaba financiado por los mismos ciudadanos con su dinero y sus impuestos, no por Wall Street o la City londinense —no sobra recordarle esto al Guillermo holandés—, para precisar los términos y no dejar vaguedades en el aire que pueden inducir al error, es una estrategia bien planificada por los apóstoles de la biblia financiera, que despliegan sus argumentos con elocuencia y convicción. Por ejemplo, en 2015, Michael J. Boskin, profesor de la U. de Stanford, en un artículo en el diario La Tribune, 5 de marzo, escribía: “El crecimiento de Europa ha sido inferior al de EE. UU., década tras década. Europa va a la saga de EE. UU. en un 30% o más. Altos impuestos y complicadas regulaciones sofocan el mercado laboral, la contratación, la inversión y el crecimiento. Con ese crecimiento raquítico las masas de jóvenes seguirán en el paro”. Así es, Europa está rezagada, se aprovecha de la estela que deja la América gringa —recordándole a Donald Trump que la nación, locomotora vigorosa del mundo, es el resultado del melting pot—, porque teme tomar el destino en sus propias manos. El 80% de tal decisión reposa en su clase política que es haragana, especialmente se ha dormido en los laureles, con su actitud de displicencia hacia la gobernabilidad que la ha hecho alejarse de la integración, la razón de ser de la Unión Europea.
Francia, teniendo tanta responsabilidad como motor francoalemán de una UE carente de líderes, olvidó sus deberes. Delegó su avance a la globalización, como si esta fuera la pócima mágica para transformar las desgracias en virtudes. Su clase política pastorea la corrupción, en vez de gobernar. Jacques Chirac fue condenado penalmente por desviar dineros del Estado a su partido político, cuando era alcalde de París. Debió haber ido a la cárcel, pero el contubernio partidista no lo permite. Un Tribunal de París lo condenó por “empleos ficticios”. Que es la práctica común de la élite política francesa. Francois Fillon debería ser el presidente de Francia en lugar de Macron, pero en 2016, según el semanario Le Canard Enchâiné reveló, pagó a su mujer Penélope, 900.000 euros como “asistente del parlamento”. Sus hijos también estaban contratados. Todo eso era “ficticio” y Fillon se quedó sin presidencia. Ellos gobiernan para su propio pecunio. Esto lo saben los chalecos que resultaron perdedores, sin jugar el partido, de la globalización y de la inacción de sus líderes.
La corrupción es tan nauseabunda en la Europa oriental, la poscomunista, como en la occidental. ¿Cuál es más poderosa? La empresa insignia de Alemania Volkswagen es acusada por la Fiscalía de Braunschweig de manipular emisiones de gases. En los últimos tres años la compañía ha tenido que pagar en multas e indemnizaciones más de 29.000 millones de euros. Los tentáculos del pulpo de la corrupción están por todas partes. Los chalecos visualizan quién es el paganini de ese despilfarro inmoral. Salen a las calles de Francia porque sienten que les roban su vida, su futuro. Saben que hay mucho dinero en Francia. Bernard Arnault, según Bloomberg, desde junio pasado, es el tercer hombre del mundo con una fortuna superior a los $ 100.000 millones de dólares. La feliz noticia para Arnault llega cuando la desigualdad fustiga a miles de franceses. ¿Qué culpa tiene Bernard del destino de los chalecos amarillos? No es él, es el injusto sistema francés. Y los gravísimos errores de Emmanuel Macron, iguales, mutatis mutandi, a los de Macri en Argentina que, con las decisiones erráticas del expresidente de Boca Juniors, han conducido al país al caos. A finales de 2017, para suavizar la supresión del impuesto a la fortuna, ISF, regalo de Macron a los ricos, y para suavizar el apelativo con que los bautizaron, “el presidente de los ricos”, Macri (perdón Macron), gravó la “yates de lujo”. Dos años después, septiembre 26 de 2019, el ministerio de Finanzas informó, a una comisión de la Asamblea Nacional que fue para ver cuál era la verdad, que, en los dos años de vigencia, el presupuesto de los ’yates’ le habían generado a las arcas del Estado 288.000 euros, cuando lo que buscaba la medida eran 10 millones de euros por año.
Los chalecos, además de pedir la renuncia de Macron, claman por suprimir el ISF. Tienen el record guiness de llevar 46 sábados de protestas y se puede decir que han dividido el quinquenato de Macron en un antes y un después de los chalecos, que lo tomó con la guardia abajo. Han logrado dos cosas. Una, desnudar a Emmanuel Macron como gobernante bon vivant, dado a cultivar su concupiscencia y un narcisismo desbordado. En una entrevista a Time, que la prensa francesa transcribió en sus columnas el 19 de septiembre, Emmanuel hizo esta chocante revelación. La crisis de los “chalecos amarillos” fue “buena” para él, “me recordaron quién debía ser”. Y sigue, “mi desafío es escuchar a la gente mucho mejor de lo que lo hice al principio” del quinquenio, y promete para su acto II, “escuchar” y tener mayor “proximidad con las personas”. Resumiendo, reconoce que es autista, vive en su realidad, no en la realidad francesa. Dilema trágico, teniendo en cuenta que es el presidente de Francia. Su carácter es así y, en él es inmodificable porque la tozudez lo domina. Como Chirac que vivía para seducir. Mitterrand moría por Mazarine. Sarkozy para Carla y ser un meloso del poder. A Hollande se le fue el tiempo en traicionar a Valérie Trierweiler. ¿Y los destinos franceses para cuándo? Pero de Chirac, para hacerle justicia al estadista, quedará su más bella y valiente determinación de haber rechazado ir a la guerra de Irak, que le valió la ira del más nefasto presidente de los Estados Unidos, George W. Bush.
La segunda cosa, que convierte en ganadores a los chalecos, la vivieron el 27 de septiembre, al presentar el gobierno los presupuestos de 2020. El ejecutivo tuvo que ceder a los chalecos, para ello ha degradado las cuentas sociales. El déficit alcanzará los 5.400 millones en 2019 (frente a los 700 millones de superávit planeados hace un año) y los 5.100 en 2020. El retorno al equilibrio se pospone para 2023. La deuda pública francesa hoy es de 2.375,4 billones de euros. Esto es 99,5% del PIB, que supera con mucho los criterios de Maastricht del 60% de deuda del PIB.
Y el error más grave cometido por Macron fue haber respondido con violencia a la violencia de algunos chalecos amarillos. Se convirtió en violador de los derechos humanos. Ya fue acusado de ello por la respectiva Comisión de la ONU que dirige Michelle Bachelet.
Y los chalecos amarillos no se dan por vencidos. Su historieta, picante, incisiva, letal, sigue pendiente de nuevos episodios.