Cada vez que ocurre un suicidio en un centro educativo, llámese universidad, escuela o colegio, todos los intentos de explicación de lo sucedido terminan en una gran impotencia, en una gran frustración, en un profundo cuestionamiento de nuestro sistema educativo y su capacidad para prevenir su ocurrencia.
El bienestar emocional y afectivo de los estudiantes no forma parte de las grandes preocupaciones de la escuela. El modelo educativo imperante, particularmente en la educación pública, concentra su atención en el llamado rendimiento escolar. Un modelo que tiene como prioridad los resultados estadísticos, ser eficiente, conseguir los resultado a cualquier precio y el mínimo de costos, cumplir con los indicadores de rendimiento, de deserción, de aprobación, alcanzar unas metas y unos estándares ordenados por los autoridades educativas, obtener los mejores resultado en el examen de Estado y ocupar un lugar destacado o aceptable en los ranking que clasifica los mejores y los peores colegios, pues de ello dependen la evaluación de los docentes y los colegios. No hay tiempo ni recursos profesionales para ocuparse de la dimensión personal de los estudiantes en aspectos tan esenciales como su bienestar emocional, el cuidado de sí mismo, la autoestima, el respeto por el otro, la convivencia sana, evitar el matoneo o bullying, controlar la violencia escolar, el pandillismo y un largo etcétera que incluye su bienestar como seres humanos.
Con la educación pública pobre y para pobres que tenemos los recursos escasamente alcanzan para atender las necesidades de la simple instrucción. Por ejemplo, para atender la convivencia escolar y los asuntos de tipo emocional y afectivo de los escolares, los colegios públicos solo cuentan con el llamado Director de curso, un docente que de las 30 horas de su carga académica semanal, debe dictar 22 horas de clase. Así mismo a los colegios de Bogotá se les asigna un (1) Orientador Escolar por cada 600 estudiantes, en el resto del país la situación es aún peor. Una asignación absurda, como absurdo y ridículo es pretender que con estos precarios recursos humanos se pueda atender las necesidades de centenares de jóvenes y los problemas que cada uno lleva consigo.
El suicidio siempre ha rondado los centros educativos. Al finalizar los años escolares las cifras se disparan. Un informe de Medicina Legal revela que durante los primeros siete meses del año 2018, 156 niños se quitaron la vida, por diferentes circunstancias. Sostuvo que “el mayor rango de suicidios en lo corrido del año (2018) se viene presentando en jóvenes con edades entre los 15 y 17 años, y que habrían sido motivados por problemas con sus padres y en sus entornos escolares”.
Con la educación pública pobre y para pobres que tenemos
los recursos escasamente alcanzan para atender
las necesidades de la simple instrucción
“Aunque el aumento en las cifras de esta tragedia abarca varias edades, llama la atención el rango de los menores de edad. Mientras que en el 2015 se reportaron 645 casos, en el 2016 subieron a 724, y en el 2017 se registraron 791”.
En el ejercicio de mi profesión como docente tuve la ingrata oportunidad en 1982 de vivir muy de cerca el suicidio de un niño, alumno de la Escuela Distrital Monte Bello, ubicada en el suroriente de Bogotá. Desde aquel año decidí retirarme de la profesión como educador.
Tenía 12 años de edad y todos lo conocíamos en el barrio y en la escuela como Goyeneche, era vecino mío, conocía su familia aunque no la trataba. Al enterarme que se había suicidado de un disparo en la cabeza, el suceso me estremeció y de inmediato indague entre mis colegas que íbamos a hacer frente a semejante tragedia. Algunos sugirieron que lleváramos cinco niños por curso con uniforme y un clavel en la mano, otros dijeron que mandáramos una corona con rosas blancas, otros decían que corona no, que mejor le diéramos la plata a la familia para ayudarle con los gastos del entierro, que si suspendíamos clases o no, que si mandábamos los niños para la casa, el activista sindical de la escuela resolvió los desacuerdos con una lapidaria consigna: compañeros decidamos por mayoría!!! A ninguno se nos ocurrió que hacer con los demás estudiantes de la escuela, ni que decirles ante el drama que estaban viviendo. Solo estábamos preocupados por los rituales, por las formalidades.
Mi vocación docente se desplomó cuando la directora de curso me manifestó que no entendía porque se había suicidado “ese niño”, si era “tan buen estudiante”, “tenía muy buena notas, era muy formalito, muy educado, muy juicioso, vivía alegre a toda hora” y como evidencia de sus afirmaciones me mostró la libreta de calificaciones y las excelentes notas que tenía. Lo que no me dijo ese día la profesora fue que Goyeneche había realizado dos intentos de suicidio antes de lograrlo, lo cual supe gracias a su hermana. En el primero intentó colgarse de un cable de alta tensión en un paseo escolar al parque La Florida, por lo cual fue severamente reprendido por lo que se consideró un “acto de indisciplina”.
Unas semanas después lo volvió a intentar: antes de salir de su casa se tomó medio frasco de veneno para ratas y se fue a morir a la escuela, pero la directora le “diagnosticó” que era un dolor de estómago, ordeno que le dieran una “buscapina” y que lo mandarán para la casa. Él obediente se fue y se tomó el otro medio frasco. La familia logró salvarlo. Goyeneche regreso unos días después a su salón de clase como si nada hubiera pasado, esperando una nueva oportunidad. La escuela Montebello siguió en su rutina de enseñar y enseñar.
A la tercera fue la vencida: una mañana tomó sus cuadernos y salió rumbo a la escuela, tras caminar unos metros decidió devolverse, subió a la alcoba de sus padres y se disparó un tiro en la cabeza con un revólver, el mismo que su padre había esgrimido la noche anterior para hacer frente a la presencia de ladrones en el tejado y que él había tenido el cuidado de observar donde lo colocaba.
Goyeneche, como miles de niños se le veía “normal”, reía, jugaba, tenía muy buenas notas, no se le veía triste, era un estudiante pilo como se dice ahora, pero lo tenía claro. Los suicidas siempre se llevan consigo las razones de su decisión y dejan una estela de pistas para que nadie descubra las verdaderas motivaciones, incluido un excelente comportamiento y un ejemplar rendimiento escolar. Si Goyeneche hoy viviera con seguridad seria becario de Ser Pilo paga y volvería a hacerlo.