Érase una vez el rey Schariar, quien desencantado con la infidelidad de su última esposa, juró vengarse del desaire decapitando a todas las mujeres que pasaran por su tálamo. ¡Su corazón estaba lleno de odio!
Así que apeló a la habilidad de su visir y la de sus súbditos para que cada noche le suministraran una bella princesa virgen, cero kilómetros.
Cumplir al pie de la letra esta exigencia era una labor descomunal, pues en aquella lejana época, igual que ahora, existía una aguda escasez de princesas (algo así como conseguir papel higiénico en Venezuela). Entonces sus secuaces debieron apelar a la importación de tan raros especímenes desde los países más extraños de Lejano Oriente.
Y así noche tras noche, el altivo monarca mataba el tiempo de su monótona vida en unas noches desbocadas de amor alucinado; sin embargo, al llegar las primeras luces de la madrugada llevaba a cabo su terrible venganza y ordenaba el asesinato de la pobre mujer.
Hasta que un día apareció la más bella de todas las mujeres, tenía una voz cantarina, una sonrisa hechicera y una capacidad de seducción inimaginable: se llamaba Sherezada.
Esta princesa era tan astuta que antes de que el soberano iniciara sus rituales amatorios, ella muy dulcemente empezaba a contar una historia. Y cuando detectaba los primeros bostezos de su amo, ya al llegar el amanecer, le prometía contar el desenlace en la noche siguiente.
Y así continuó esta saga interminable durante muchos meses, aplazando, una y otra vez, su ejecución.
Los historiadores nunca se han puesto de acuerdo en cuanto al número de historias inventadas o contadas por esta bella mujer. Unos alcanzaron a contar más de doscientos y otros aún más sagaces dicen que ella es la verdadera autora de Las mil y una noches. Otros, sin embargo, aseguran que la imaginación desbordada de Sherezada se debía a que ella había leído más de mil libros, incluido El Capital.
Algunos críticos literarios la catalogaban como la fabuladora más prolífica de la humanidad, ¡hasta que llegaron las Farc y la desbancaron!
Pero esto no es ninguna exageración, pues algunas sagas de nuestros camaradas no solo rayan en lo inverosímil sino que muestran un refinado sentido del humor; pues tienen un portafolio de chistes de todos los colores y para todos los gustos.
Sus ocurrencias moralistas son de antología como aquella de que ellos jamás negociaron con cocaína; nunca fueron terroristas; nunca reclutaron niños, entre otras tantas.
Sin embargo, sus lances poéticos alcanzan niveles insospechados de sarcasmo hasta el punto de que aseguran que Santrich el poeta ciego es el Jorge Luis Borges colombiano.
Sus preferidas son de tipo académico como asegurar que Simón Trinidad era un economista de Harvard, que Timochenko era un médico graduado en Rusia y que Tanja Nijmeijer era una investigadora holandesa.
Existen picardías que nos arrancan lágrimas como aquella que van a devolver los niños secuestrados, que no tenemos dinero, que solo nos interesaba el bien de la comunidad o que Maduro nunca le dio dinero a Petro.
Pero sin lugar a dudas, mi preferida, que le cuento a mi nieto cuando no se puede dormir, es aquella de que nos estamos reintegrando.
