Cuando Álvaro Uribe llegó a la presidencia de Colombia en el año 2002 lo hizo aprovechando un contexto particular y favorable a su política de mano dura caracterizada por: el fracaso de las negociaciones de paz del Caguán, el rechazo generalizado hacia las Farc, la desconfianza hacia los partidos tradicionales Liberal y Conservador, la "guerra contra el terrorismo" promovida internacionalmente por Estados Unidos y el desarrollo del Plan Colombia. Sus ocho años de gobierno marcaron profundamente el país y sus numerosos seguidores han construido y repetido desde entonces el relato según el cual Uribe salvó a Colombia y transformó un "Estado fallido" en una democracia robusta y segura.
Santos fue elegido presidente en el 2010 precisamente porque era el candidato del continuismo de las políticas de Uribe, a pesar de no ser un uribista de pura cepa. De alguna manera, era el representante de la oligarquía tradicional que volvía a gobernar después de haber dejado a Uribe hacer el "trabajo sucio" de neutralización de la guerrilla y de "pacificación" del país. Para Santos, la idea era que las Farc estaban suficientemente debilitadas para poder negociar ventajosamente con ellas, es decir sin que la oligarquía tuviera mucho que ceder, y que lograr su desmovilización constituiría una verdadera victoria. Una victoria que permitiría avanzar en otros frentes de "modernización" del país.
Desde esta perspectiva, el arranque del gobierno Santos representaba una especie de etapa superior con respecto al de Uribe y no una ruptura. Santos nunca quiso romper con Uribe, fue más bien este último que se sintió poco a poco traicionado y que consideró que su legado y sus intereses estaban en peligro, por lo que decidió liderar una fuerza política destinada a hacerle una feroz oposición a Santos y a volver a conquistar el poder. Fue ahí donde se configuró una guerra de relatos sobre la historia reciente y el futuro de Colombia, que se cristalizó de manera evidente en el proceso de paz, que para el uribismo representaba un revisionismo inaceptable. Se han opuesto desde entonces, y hasta ahora, un relato que defiende la solución del conflicto armado como requisito para modernizar el país y resolver sus problemas estructurales y un relato contrario que acusa a Santos de hundir el país en la decadencia y de entregarlo a la guerrilla, abogando al mismo tiempo por el retorno de la "época dorada" de la seguridad democrática.
Es este último relato el que se impuso en el imaginario colectivo durante la campaña "sucia" del plebiscito, logrando que mucha gente saliera a "votar verraca", y les permitió ganar las presidenciales del 2018, marcando un implacable retroceso político. Sin embargo, la Colombia de hoy no es la misma que la del 2002 y Duque no es Uribe. Además, por un lado se hace evidente que el Centro Democrático no tiene el mismo talante para gobernar que para hacer oposición, y por otro lado el relato esperanzador que nació del proceso de paz se resiste a desaparecer. El uribismo quiere repetir el éxito narrativo del 2002 diciendo que ha tomado las riendas de un país en quiebra, en medio de un caos institucional, de un gran nivel de inseguridad y de un narcotráfico todopoderoso. Sin embargo, la influencia de este discurso tiene sus límites y no pega tanto como antes porque ahora se hace evidente que es el propio uribismo quien busca provocar una crisis institucional al atacar la JEP y las altas cortes, para preservar sus intereses, y porque son demasiadas las evidencias de cercanía de numerosos uribistas con el narcoparamilitarismo.
El regreso del uribismo al poder ha representado un baldado de agua fría para todos los que han creído en el relato positivo asociado al proceso de paz de que Colombia iba, por fin, por el buen camino. Esto se observa particularmente en la escena internacional. Para nadie es un secreto que la imagen internacional de Colombia siempre ha sido bastante desastrosa. Esta imagen mejoró un poco durante el gobierno de Uribe, pero principalmente a los ojos de los que miran la política internacional con las mismas gafas que las del gobierno estadounidense. Pero con la llegada de Santos a la presidencia, esta imagen cambió de manera espectacular. Un cambio positivo debido al perfil "occidental" del expresidente, a una actividad diplomática exitosa, y por supuesto a un proceso de paz considerado como ejemplar por la comunidad internacional y apoyado por el mundo entero. Lo que le permitió a Santos anotar dos triunfos, el Premio Nobel de Paz y la entrada de Colombia a la Ocde.
Pero la victoria de Duque en las presidenciales, en representación de las fuerzas antiproceso de paz, fue recibida con una mezcla de incomprensión y de decepción por una gran parte de la comunidad internacional, precisamente porque chocaba con la "success story" que había construido la administración Santos y porque el Centro Democrático había criticado duramente el apoyo internacional "ciego" al proceso de paz cuando estaba en la oposición. Este desencanto se ha confirmado con las muestras de mala voluntad para implementar el acuerdo de paz con las Farc, que no logra tapar la diplomacia engañosa del gobierno, y la ruptura unilateral del proceso de paz con el Eln. Con el agravante de que el gobierno se cubre frecuentemente de ridículo ante los ojos del mundo por la actitud pueril del presidente en los escenarios internacionales, las declaraciones grotescas de sus representantes diplomáticos o la osadía de no respetar los "protocolos".
Lo paradójico es que los uribistas, mientras estaban en la oposición, no se cansaban de decir que el país se hundía en la crisis y ahora que controlan el ejecutivo parecen hacer todo para que la imagen de Colombia sea otra vez la de un "Estado fallido", entre incumplimento del acuerdo de paz, ingobernabilidad y crisis institucional provocada. Pero al uribismo no le importa mucho esto mientras logra sus objetivos principales, es decir volver el proceso de paz "inofensivo" para ellos y mantenerse en el poder. Es más, para el uribismo el ambiente de caos y de guerra es una necesidad existencial, porque su fuerza política no podría mantenerse vigente en un país en paz. De ahí el beneplácito, detrás de la falsa indignación, con que los uribistas recibieron la noticia del rearme de Iván Márquez, Jesús Santrich y sus compañeros. El relato uribista depende al cien por ciento de la inseguridad y de la precariedad, por lo que no podría sobrevivir en un país moderno y democrático.