No sé si fue un sueño o una pesadilla. Lo cierto es que no quiero que se vuelva realidad. ¿La razón? Me veía junto a mis grandes amigos Álvaro, Yecid y Carvajalito, sentados en la Plaza de Cayzedo. Estábamos por fuera, jubilados. Sin nada que hacer, salvo acompañar a la esposa al mercado, lavar la losa, sacar el perro en la mañana para que hiciera lo suyo y desplazarnos de un lado para otro como mueble viejo, cuando todos en casa pensaban que estábamos estorbando. “Muévase de allí que estoy trapeando… quítese porque voy a limpiar la mesa… recoja esos libros y el periódico o los boto a la basura… levántese de la cama que voy a tenderla”. Y en medio del desespero, ir a la oficina callejera, donde mis amigos, que compartían las mismas cuitas.
Y con ellos, los temas inevitables: ¿cuándo pagan la pensión?, ¿te acordás de Glorita, la buenona de Obras Públicas que nunca se casó y ahora anda presa de las depresiones y con un reumatismo el verraco?, ¿y qué has oído del Gallo Claudio, que renunció para irse a Estados Unidos a lavarle sanitarios a los gringos? Risas, inevitables. Y luego, buscar en el baúl de los recuerdos para encontrar más de qué hablar.
Cayendo la tarde, de nuevo al hogar. Montarse en un bus masivo y esperar que uno de los jóvenes que inevitablemente ocupan los asientos azules para irse chateando se percate de su presencia. Decirle: “Joven, me permite sentarme”. Y encontrarse con su mirada molesta como diciendo: “Viejo toposo, me acaba de interrumpir un chateo importante.”, mientras se levanta resentido.
Y en casa, la cara de sorpresa de la esposa. “Yo pensé que ya no iba a llegar”. Su sonrisa comprensiva a lo que ella responde: “Ahí le tengo el arrume de losa de todo el día, para que se entretenga”. Y el anhelo de que llegue el nuevo día para encontrarse con los amigos y matar tiempo en la Plaza de Cayzedo.
Definitivamente, por ahora no aspiro a jubilarme porque sería como un mueble viejo en la casa…