¿Miedo o resignación?

¿Miedo o resignación?

¿Serán las elecciones una reacción producto del sentimiento de indefensión del ciudadano común, es decir, una fiesta abstencionista en la que brindarán corruptos y mafiosos?  

Por: Stella Arenas Romero
septiembre 03, 2019
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¿Miedo o resignación?
Foto: Leonel Cordero / Las2orillas

Horrorizados por las estrategias de sometimiento y sus resultados, tal como ocurrió con la Santa Inquisición o la Segunda Guerra Mundial, ¿podremos considerar como su causa principal el miedo o el carácter dócil y resignado de las sociedades de la época ante la imagen de un poderoso “redentor”? Un redentor no solo de las almas, sino de la pobreza, la ignorancia, la desesperanza o el resentimiento, anidados por largos periodos en las naciones que padecieron esas trágicas historias. La historia de la humanidad nos ofrece eventos que en todo tiempo y lugar son la muestra fehaciente de la dominación y el poder ejercidos por civilizaciones, sociedades o colectivos fundados en poderosas construcciones ideológicas.

La formalización de los maravillosos descubrimientos en el campo de la neurología y otras tantas disciplinas que se dedican a rastrear las evidencias que deja la conducta humana, hoy con apoyo en los avances de la tecnología, nos permite asomarnos a un panorama desconcertante en lo relativo a los mecanismos de manipulación de la mente y las emociones, tanto a nivel individual como colectivo. Aunque debe reconocerse que todavía es un terreno incierto y pleno de complejidades.

Pese a esta gran incertidumbre, la aplicación práctica del conocimiento de la psiquis y del cerebro humano ha producido recientemente resultados importantes de los que obtenemos evidencias para pensar seriamente en el bienestar y equilibrio de la especie. Muy poco tiempo nos toma hallar ejemplos notables, como el de las elecciones presidenciales de 2016 en EE. UU. En este país como en otros del llamado Tercer Mundo, aludiendo al caso de República Dominicana, se han puesto a prueba campañas políticas de desprestigio de candidatos contendores, difusión masiva de noticias falsas e incluso, tácticas, ingenuas en apariencia, tendientes a desalentar o evitar la participación, por ejemplo, de los jóvenes en las elecciones y, particularmente, en aquellos eventos decisorios que no beneficien a determinados partidos. Campañas cuidadosamente diseñadas para distraer la atención o suscitar sentimientos orientados al cumplimiento de planes no precisamente en favor de la ciudadanía.

La información obtenida y cotejada a partir de gigantescas bases de datos suministradas por los usuarios de redes sociales en todo el mundo se ha convertido en la moneda más preciada. El manejo calculado de sus beneficios trasciende el vil metal. Esto significa llanamente poder.

Bien sabido es que, de acuerdo con la frecuencia de visitas a ciertos sitios o páginas web, las búsquedas, además de las preferencias o el lenguaje empleado en muy breves mensajes y otros centenares de rastros, exponemos segundo a segundo información personal que ha favorecido el crecimiento inusitado del volumen de datos sobre los cuales se diseñan sofisticadas argucias para modificar la conducta de los cibernautas y posibles electores. Generar enormes ganancias a la industria, al sector comercial y de servicios, a la banca y todo tipo de empresas relacionadas directamente con intereses políticos, con escasísimas restricciones legales es la meta.  Así, el truco más sencillo y cándido de la interconexión o las relaciones sociales virtuales se convirtió en el depositario de la confianza casi incondicional de los ciudadanos y los Estados.

Sin embargo, tras esta falsa transparencia del comercio y la publicidad surge la industria del miedo, que hasta hace pocos años era monopolizada por los grandes medios de comunicación tradicionales. Y no nos referimos exclusivamente al miedo por actos terroristas, desastres naturales, pandemias o hecatombes financieras difundidos con espeluznantes titulares y discursos.

Migraciones, delitos, xenofobia, exclusión social, gobiernos autoritarios, Estados fallidos, inviables o en crisis, grupos de exterminio social, desempleo y pobreza extrema entre otros factores, constituyen la esencia de la información proveniente de infinitas fuentes. Ante esto, no se discute con la misma frecuencia, y menos aún se busca contrarrestar la ignorancia o la desinformación empleando los tan venerados recursos tecnológicos de los que disponemos actualmente. De este modo, la indiferencia y la pasividad de millones de ciudadanos en todo el mundo terminan abonando el terreno para las fuerzas del poder económico-político, que en buena parte de América Latina, Asia o África perseveran en el enriquecimiento absurdo y vergonzoso de algunos sectores, dejando solo la precariedad y las máximas limitaciones de progreso para la mayoría.

La indefensión aprendida, el concepto acuñado por el psicólogo norteamericano Martin Seligman, bien puede ser transferido a la pasividad de esa mayoría; un comportamiento fundamentado en la desmotivación del ciudadano común ante el panorama político que a diario pretenden enseñarle los medios. Este ciudadano promedio asume la postura de un sujeto desvalido, incapaz de reaccionar ante la realidad que lo aprisiona, aparentemente sin solución, frente a la cual opta por la solución más fácil: el conformismo o la indiferencia.

Así pues, a fuerza de machacar diariamente sobre el “sombrío mundo” que le rodea, junto con la desidia por hallar nuevos enfoques de la realidad, que le imponen un mínimo análisis de la situación, el ciudadano común prefiere actuar como espectador de la violencia, de los delitos, los fracasos y el pesimismo que le inoculan a diario, mientras desayuna, almuerza, cena o se moviliza en transporte público.

Estar enterado o “actualizado” sobre las diversas modalidades de delincuencia, los fiascos y mañas de sus gobernantes, que complementa con la basura circulante en las redes sociales es el platillo predilecto que, sazonado con otras emociones no menos negativas suscitadas por su entorno cotidiano, se transforman en caja de resonancia ideal para el clamor de quienes apelan a exacerbar los ánimos y a  propiciar todo tipo de manifestaciones, privadas o públicas, en las que se enarbolan banderas de odio cuya intencionalidad el fanático desconoce por completo.

No muy lejos, histórica y geográficamente, hemos presenciado tal espectáculo. Bien en la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler o en cualquier nación latinoamericana de hoy. Tenemos infinidad de ejemplos, como lo ocurrido durante las manifestaciones callejeras en Brasil entre 2015 y 2016. Independientemente de la responsabilidad de los actores políticos de ese momento crucial, la población desinformada y manipulada; furibunda y descontrolada invadió las calles principales de las grandes ciudades en una patente demostración de la eficacia de medios y redes sociales parcializados, alimentados por la ira, a costa de millones de energúmenos de uno y otro bando.

¿Serán entonces nuestras próximas elecciones una reacción producto del sentimiento de indefensión del ciudadano común, es decir, una fiesta abstencionista en la que brindarán los corruptos y mafiosos o mejor, una oportunidad para tomar una decisión algo menos apasionada y quizá mejor analizada?

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