Los rostros del paro agrario en Boyacá

Los rostros del paro agrario en Boyacá

Desde mujeres de 20 años hasta agricultores que llevan 50 sembrando sus parcelas, se han organizado para no dejarse aplastar por las multinacionales y por el olvido estatal.

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abril 30, 2014
Los rostros del paro agrario en Boyacá

Yolanda Rivera Ferrucho de 20 años, es de Soracá y cursa cuarto semestre de Derecho en la Universidad Juan de Castellanos. Es hija de agricultores de papa, maíz y habas que ya no siembran para vender sino apenas para el consumo propio, de manera que otros gastos como trasporte y servicios son cubiertos con la venta diaria de leche de vaca que una campesina recoge en cantinas y transporta en burro hacia Tunja. Obtienen un promedio de 10 litros al día y cada uno cuesta 650 pesos. Yolanda asegura que saldar cada semestre sus estudios son un reto; inicialmente su padre contaba con algunos ahorros y eso bastó, pero ahora por ejemplo, está en deuda con la Universidad.

Ella, quien no esperaba conocer otros campesinos dispuestos a organizarse a favor de mejores condiciones de vida, fue vinculándose a las reuniones anunciadas por perifoneo de la Mesa Agropecuaria de Boyacá y transmitiendo las discusiones e información en su municipio.

“La gente comprendía, porque cada vez le pagaban menos por sus cosechas. Pero no sabía qué podía hacer para no tener que vender sus tierras, por eso el Paro es una esperanza”, cuenta Yolanda.

Juan Evangelista Riveros padre de tres mujeres ya adultas, nació en Aquitania, tiene 56 años de edad y recuerda que su familia apenas vivía de la lana y la venta de ovejas. Estudió hasta quinto de primaria en una escuelita rural hasta que empezó a cuidar una oveja pequeña que le regalaron; una vez adulta, la vendió para comprar un marrano que también vendió más tarde, y con las ganancias adquirió algunas vacas hasta que logró obtener su primer lote de tierra.

Sembró algunos alimentos, adquirió más vacas y consiguió que sus hijas estudiaran en una Universidad. Con el tiempo se interesó en la organización social por lo cual llegó a trabajar en juntas de acción comunal, intercediendo ante las autoridades por sus vecinos y familia; luego conformó con compañeros de otros departamentos la Asociación Nacional Campesina José Antonio Galán Zorro en honor al prócer santandereano defensor de causas indígenas.

Juan dice que sin espacios de encuentro para discutir las realidades que los afectan como sector agricultor, sería difícil acordar rutas que generen cambios positivos como la movilización social. Mientras él discute con otros campesinos la forma en que van a defender sus derechos, es su esposa quien está al frente de los animales y los cultivos, que si bien dan perdidas generalmente, son la base se su propia alimentación.

Rosa-1 - Los rostros del paro agrario en Boyacá

Rosa Elvira Rivera tiene 29 años, nació en Ventaquemada y es una de las hijas menores de una numerosa familia. Terminó estudios primarios la Escuela Rural de Alfaras en Nuevo Colón hasta donde debía caminar cerca de una hora desde su casa; luego hizo el bachillerato en el Instituto Técnico Educativo de Tunja, y Mercadotecnia Agroindustrial en la UPTC. Aunque no tiene hijos, asegura que se preocupa por el futuro bienestar de sus 20 sobrinos.

Cuando Rosa era niña, cada mañana, antes de irse a estudiar, debía ayudar a sus padres a ordeñar vacas. Ellos, señala, le enseñaron que trabajar en el campo es sinónimo de orgullo.

Considera que los campesinos estuvieron callados durante mucho tiempo, pero al ver que otros sectores salían a las calles reclamando sus derechos, se motivaron y decidieron que lo harían también de esa manera. Por eso empezó a visitar las veredas de su municipio para hablar con la gente sobre su común y aguda situación económica. Por ejemplo, encontrar los subsidios de los que el Gobierno tanto alardeó tras las heladas que dañaron los cultivos hace un tiempo, pero que nunca llegaron al campo; por el contrario, lo que si llega es un promedio son 8 llamadas diarias de los bancos solicitando los pagos de los préstamos y amenazando con rematar parcelas y viviendas.

Aquel panorama, logra por su cuenta que la gente se anime a protestar. Para Rosa, lo más preocupante es que los campesinos terminen viviendo como mendigos en las ciudades.

Sergio Niño Betancur nació en Acacías (Meta), tiene 40 años y 26 años vive en Boyacá. Muchos años antes vivió con sus padres en Choachí (Cundinamarca) donde estudió hasta octavo de bachillerato en el Instituto Ignacio Pescador. Su padre era constructor y su madre ama de casa hasta que el próspero cultivo de cebolla los atrajo a Santa Sofía, Boyacá. Desde entonces ha vivido en este municipio, donde conoció a su esposa con quien tiene dos hijos, una niña y un niño.

Para Sergio, en la agricultura existía una posibilidad de sustento. Por eso continúo cultivando cebolla y tomate. Hace año y medio él y otros campesinos tuvieron que regalar sus cosechas de tomate, después de haber comprado semillas, insecticidas y gasolina a precios muy altos. Sergio ha llegado a invertir 15 millones de pesos en un cultivo de 8000 plantas de tomate, para vender la canastilla a 5 mil pesos. Antes la canastilla del tomate más grande podía costar hasta 30 mil pesos.

La competencia del tomate nacional viene de Ecuador y Perú; según él, los distribuidores mayoristas prefieren comprar tomate de importación, a menor costo. Yolanda, Juan Evangelista, Rosa Elvira, Sergio es solo una muestra del más de millón de campesinos que sudor en la frente, le dan comida a todo el país.

 

 

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