“Ante el clima de violencia que vive el país, es necesario recuperar la fuerza moral y el respeto por la vida.”
–Enrique Low Murtra
Enrique Low Murtra, hijo de alemán y catalana, tenía el corazón más colombiano que cualquier otro. Su padre, Rodolfo Low, un judío alemán, había salido corriendo de Europa para escapar de la guerra reinante en su época, la de Hitler y los nazis en Alemania. Había llegado a España en busca de un nuevo refugio sin saber que otra guerra le perseguía sus talones. Antes de encontrarse atrapados en la guerra española, Rodolfo junto a su esposa, María Murtra, decidieron emprender un viaje de escapatoria a Bogotá.
Enrique nació en Bogotá el 23 de marzo de 1939, y desde muy temprana edad su vida fue marcada por tres experiencias impactantes: una enfermedad que casi le quita la vida, la muerte de su madre, y un accidente que lo dejó varios años en cama. Al pensar en esto, recuerdo algo que escribió su hija Amalia para la conmemoración del primer aniversario de su muerte, “Tal vez aquellos que han estado cerca de la muerte aprecian más la vida. Se aferran menos a los aspectos materiales sabiendo que son efímeros, y viven más plenamente cada instante. No le temen tanto a las dificultades, sino que las aceptan íntegramente, haciendo que éstas enriquezcan sus experiencias”.
Enrique fue uno de los alumnos más sobresalientes del Gimnasio Campestre. Sergio Arboleda, uno de sus compañeros de colegio, recuerda que “desde muy temprana edad, Enrique comenzó a brillar con luz propia.”
Enrique fue el del dicho famoso que rezaba: “me puede temblar la voz pero no la moral”. Pronto encontró que para llegar a lograr un cambio en la sociedad, la docencia sería un buen medio. Fue un ejemplo de profesor que siempre buscaba pasar su conocimiento de forma clara y concisa para edificar la vida de sus alumnos. Ellos mismos describían a Enrique como “un hombre abierto a discutir e intercambiar diferentes pensamientos”.
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Yoshiko Nakayama, la compañera de aventuras de Enrique por más de treinta años, recuerda el lado menos público de Enrique. Por las enfermedades y su falta de coordinación motriz, ellos habían hecho un acuerdo para repartir los roles de su vida cotidiana. Por un lado, ella se encargaba de escoger el colegio de sus hijas, dónde comer y dónde pasar las vacaciones, mientras él pasaba las horas pensando en cómo solucionar la situación socio-económica del mundo. Él tenía tantas ideas en la cabeza que muchas veces no lograba descansar ni siquiera en las noches. Pero la falta de sueño nunca fue problema para que él despertara a su mujer y a sus hijas siempre con muy buen humor. Recuerda Yoshiko que fue debido al profundo amor que Enrique sentía por Colombia, que ella, una japonesa, aprendió a quererla como su segunda patria. Para Yoshiko, Enrique fue un artista de la vida.
A su vez recuerda con tristeza regresar a Colombia en medio de amenazas, sin ninguna otra alternativa, y sentirse desamparados por el Gobierno para el cual Enrique trabajó por más de veinte años. Al enfrentarse a esa situación, Yoshiko se preguntaba si Colombia le daba importancia a valores humanos como la honestidad, la moralidad y la ética profesional. En medio de acontecimientos difíciles como la toma del Palacio de Justicia en 1985, Enrique salió del Palacio de Justicia cargando a un hombre herido en medio de las llamas y las balas. Yoshiko dice que luego de la tragedia que vivió esa noche, y de la que nunca logró recuperarse completamente, Enrique perdió un poco de su alegría espontánea. Fueron esos últimos meses llenos de angustia y amenazas los que hicieron que él se acercara mucho a Dios.
“Ante el clima de violencia que vive el país, es necesario recuperar la fuerza moral y el respeto por la vida.” –Enrique Low Murtra
Miguel y Fanny Peñaloza, vecinos de la familia Low, recuerdan su sentido de la amistad. Miguel evoca los días en que sus hijas jugaban con Olga y Amalia, las hijas de Enrique, mientras ellos compartían acerca de sus últimas lecturas sobre la política y Dios. Ante todo, recuerda a Enrique como un hombre íntegro en todo el sentido de la palabra, un ejemplo de amor y dedicación no sólo con su patria sino especialmente con su esposa y sus hijas.
En medio de esta trasparencia, Fanny recuerda cómo disfrutaban las reuniones entre amigos, su famoso “Whyskacho”, que era siempre la introducción a lo que sería una amena conversación sobre Dios, la política y demás. Compartieron inolvidables momentos en medio de las idas y venidas de la vida. “¡Enrique era un personaje!”, cuenta Miguel.
En la noche del 30 de abril de 1991, al salir de dictar clases en una universidad en el centro de Bogotá, dos jóvenes sicarios terminaron con la vida del exministro de Justicia, Enrique Low Murtra. Llevaba apenas tres meses de haber regresado al país luego de haber servido como embajador de Colombia en Suiza, cargo que le habían ofrecido para sacarlo del país en medio de las amenazas de muerte que lo siguieron hasta la embajada en Berna. Su muerte fue el inicio de una larga cadena de víctimas por parte del narcotráfico en Colombia. Años más tarde, un fiscal de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario, declararía esta muerte como un “crimen de lesa humanidad.”
AMALIA LOW NAKAYAMA
Veintiún años han pasado desde la muerte de Enrique Low Murtra y me encuentro sentada en la sala de la que un día fue su casa y que ahora es, no solo la casa de su hija Amalia, sino también la sede de su propia escuela de música. Mientras observo los diferentes cuadros pintados por Ama ̶ como le decía cariñosamente Enrique ̶, empiezo a sentir el mundo artístico reinante que envolvió el tono de aquella tarde. Amalia se excusa al demorarse en bajar a la sala pues acaba de levantarse de una pequeña siesta y dice que anoche “fue una de esas noches de insomnio y que se encuentra muy cansada.”
Al verla, la tranquilidad que poseía Enrique se ve reflejada en ella. Entre unas tazas de té y café, Amalia recuerda que su recorrido musical comenzó con la compra de un piano por parte de sus padres, luego de la insistencia de su abuelo paterno quien había descubierto que ella tenía una afinidad especial por este instrumento, y fue desde entonces cuando comenzó a desarrollar su habilidad para tocar el piano. Recuerda su niñez como una época difícil. Sus primeros años los vivió en Estados Unidos donde nació su hermana Olga, y al regresar a Colombia, la cultura, el idioma y la gente fueron una barrera complicada para una niña introvertida y callada. La situación de seguridad en Colombia les impedía caminar hasta el colegio como lo hacían en Estados Unidos, sentirse encerrada en las cuatro paredes de su casa la hacían chocar con Colombia: “un poquito más.” Aún ahí, en medio de las transiciones y largas jornadas de trabajo de su padre, siempre lo tuvo presente. Esa era la figura con la cual ella compartía y se sentía identificada.
A lo largo de tantos avatares, Ama encuentra un lugar donde siente que encaja en medio de la folclórica sociedad colombiana, el Anglo Colombiano. Allí, entre el estudio e interminables horas de piano descubrió un nuevo amor, la literatura. Pero sobre todas las cosas, su pasión era el piano, y fue así como con el apoyo de sus padres Amalia apuntó hacía su próximo destino, el Peabody Conservatory de Baltimore, en Estados Unidos. Sus profesores colombianos, los mejores de piano que había en el país, la apoyaron para salir a seguir creciendo en lo suyo. Y en el conservatorio no paró de crecer. Paralelamente al piano empezó a pintar, pues siempre vio la necesidad de expresarse a través de la pintura. Fue en este lugar donde logró crecer a través de la pintura, la ilustración, la escritura, la enseñanza de la música y uno que otro “toque” en público.
Luego siguieron años complicados, nuevos países por conquistar, nuevos retos por enfrentar. A muy temprana edad se casó, tuvo dos hijos y se mudó a vivir a un nuevo país, Suiza. En un pequeño pueblito decidió abrir un taller de música donde pudiera enseñarles a unos pequeños de la edad de sus hijos una de las cosas que más le apasionaba, la música. No había tenido que vivir muchos años para tener buenas experiencias. Y en medio de una época difícil, no solo para ella sino para sus papás, se hallaron todos reunidos nuevamente en Suiza. Al igual que había sido la niñez con su padre, este fue un tiempo para que Enrique retornara a los paseos dominicales, ahora con los nietos. Tiempos llenos de juegos y helados, al igual que alguna vez los disfrutó con sus hijas.
Al recordar el momento de despedirse de su padre en Suiza, Amalia expresa un sentimiento de tristeza profunda. Presentía que las cosas de ahí en adelante no saldrían bien. Ese fue su último adiós. Fue la última vez que vio al hombre que inspiró tantas cosas en ella. Amalia no logró llegar a tiempo para su funeral, no logró tener una despedida digna con su padre. Ellas, tanto Amalia, como Olga y Yoshiko, sabían que debían seguir sin él; estaban seguras de recibir su protección “desde arriba”. Gracias a la pintura, abstracta en sus comienzos, pudo ir aligerando su vida, sacando todo aquello que le hacía dolorosa su existencia y convertirlo en “algo bonito.” En medio de sus pinturas, al oír las canciones en el piano, al sentarse a tomar una taza de té con Amalia, se puede sentir la delicadeza que ella tiene a raíz de todo lo que ha hecho parte de su vida. Así igual, había sido Enrique.
“Tenemos la energía de un pueblo capaz de transformar las angustias propias en soluciones, los problemas de la hora en horizontes más ambiciosos y fructíferos para el futuro.” – Enrique Low Murtra
En unas vacaciones, luego del asesinato de Enrique, Amalia iba caminando por una calle que subía hacía los cerros orientales de Bogotá, cuando escuchó muy claramente la voz de su padre que le decía que regresara, que aquí podía hacer algo significativo por la gente, así fuera pequeño. Amalia dice que por eso decidió quedarse en Colombia para sembrar su granito de arena al igual que algún día lo hiciera su padre. Para muchos, al igual que Enrique, Amalia es un personaje fuera de lo cotidiano. Es alguien a quien le aburre el mundo de los adultos; se siente sofocada por la rigidez y seriedad. Como ilustradora infantil, a través de sus libros para niños, busca impactar el pensamiento colectivo de los pequeños colombianos utilizando leones orgullosos y odiosos, rinocerontes inseguros y peludos, entre otros animales que conforman su colección Zafari.
En diferentes espacios, en diferentes momentos, de diferentes maneras pero con el mismo pensamiento en la cabeza, tanto Enrique como Amalia comprendieron que sí valía la pena trabajar por un cambio. Podía ser que erradicar la guerra, innata en nuestra sociedad, requiriera de un esfuerzo más grande que el de una sola persona; pero como en cualquier proceso, se necesitaba un comienzo. Enrique, desde sus conocimientos y sus habilidades, se ingenió la manera de ir influenciando lentamente lo que estaba a su alcance. Así lo hizo desde algunos cargos muy importantes como el Ministerio de Justicia o como el de maestro de cátedra en varias universidades; Amalia lo hace diariamente a través de su música, su arte y su literatura.
“Lo importante son los PASOS que demos y no los PESOS que ganemos.” –Enrique Low Murtra.