Una noche me quería dormir y para mí el mejor somnífero es la televisión, así que buscando programas me tropecé con el Canal Institucional, donde estaban pasando un programa sobre el biblioburro de algún pueblo de la costa y el hombre que estaba detrás de la iniciativa. El asunto es que me pareció una historia muy hermosa y también me conmovió ver a ese ser anónimo que ambiciona metas superiores al solo goce de la vida, consciente de que cada uno de nosotros puede hacer algo para mejorar el mundo en el que vivimos y en el que vivirán los que nos sigan. Pues bien, la meta del protagonista, que era un profesor, era llevar educación a los niños de las distintas veredas y rincones de su población.
En realidad, el programa ya había comenzado. Era un restaurante a la vera del camino sobre una carretera central, una señora sirviendo almuerzo a los comensales, camioneros ellos, y alguien ayudándole en la atención. En la edición muestran en la noche al señor (marido de la señora) y a sus dos hijos (como de siete y nueve años) colocando libros de matemáticas, geografía, poesía, en el llamado burriquete. Era un sinnúmero de ejemplares usados que por tamaño y volumen eran acotejados en su sitio.
Pasó la noche y en la madrugada, antes del amanecer, muestran a la señora haciendo y empacando tamales, los cuales le entrega a su marido. Luego dejan ver al señor tomando un baño y posteriormente dándole de comer a dos burros. Mientras tanto, los niños, sobre todo el hombrecito, le ayuda a enganchar los dos burriquetes sobre la burra llamada Alfa. Es de día y el hombre de sombrero vueltiao con cara de buena gente, sobre Beto y Alfa, cargando de costado algo incómodo y muy grande de color rojo que decía Biblioburro, emprende en primera instancia su camino por la carretera central hasta un altar de la virgen María. Allí enciende una vela y se encomienda a ella y a su hijo Jesús, pide que cuide a los suyos y por supuesto a sus dos animales.
Sigue su camino y empieza a atravesar de finca en finca lo que en la costa llamamos portillos, puertas de golpe, alambradas. Habla con su burro, de cuando lo tildan de loco. El burro Beto rebuzna y él le contesta: "tú tienes la razón, los locos son ellos, los otros". Se baja, descansa y continúa hasta llegar a un árbol donde había avispas. Se baja nuevamente y le dice a Beto: "¿Te acuerdas cuando nos tuvieron aquí los paramilitares? Me amarraron en este palo, todos encapuchados, qué susto, pero después me soltaron y seguimos. Vamos, Beto, que se nos hace tarde”. Prosigue su marcha y llega a un riachuelo, desengarilla, coge los burriquetes y cruza con el agua hasta la cintura con sumo cuidado para no mojar los libros. Vuelve por sus burros nuevamente, carga, se cae, resbala, suda, habla, se enoja con Beto por lo despacioso y sigue. Llega a una casa donde una señora le sirve un desayuno a base de yuca, huevo revuelto y suero costeño; él también recoge pastos y le da de comer a Beto y Alfa. Pregunta dónde están los niños y la señora responde que están preparando el terreno para sembrar yuca. “Bueno, los niños deben estudiar, usted no quiere que se queden brutos, así que dentro de ocho días los quiero ver aquí para que estudien”, dice él. Luego se despide y sigue.
La escena posterior muestra, a cielo abierto, niños de a pie, en burro, tres de a caballo, con gallinas, yuca, plátanos. ¿De dónde vienen? ¿Cuánto caminarían? Estos se reúnen y se concentran bajo un frondoso árbol. En el momento aparece el hombre, Beto y Alfa. Se saludan, se dan los buenos días, llega hasta los niños y sin descansar pide que le ayuden a bajar los burriquetes y desplegar el aparato rojo que trae consigo. Para mi sorpresa es una mesa plegable unida a sillas de lado y lado. Coloca libros en el suelo y otros que están en cubiertas los “guinda” en el árbol que previamente tiene puntillas. Es la clase del sábado.
Sobre troncos y tablas se sientan haciendo un semicírculo, él al centro comienza la clase leyendo un poema de Rubén Darío. Acto seguido pide la tarea que había dejado hace ocho días, es un cuento que debían escribir sobre la vida. Pregunta quién trajo el escrito y una niña de aproximadamente doce años levanta la mano y se sienta al lado del profesor, desenvuelve una hoja y empieza a leer: "Un día estaba en jugando en el patio y de un momento a otro mi mamá y mi papá me llamaron corriendo, dijeron que teníamos que irnos, todos salimos corriendo y llegamos a la carretera, allí dormimos, al día siguiente regresamos y encontramos todo revolcao”. El profe con cara de acólito y de buena gente dice: "Esta es la historia, pero como ya dijimos…". Los niños contestaron en coro: "La dejamos atrás”.
Sigue otra niña y relata: "Un día mi mamá me dijo que fuera a buscar agua al río, allí me encontré una caja, me la traje para la casa y la dejé en la casa, después me fui a buscar mangos al patio, se oyó un ruido grande, cuando mi mamá me llama encontramos a mi hermanita en el patio con la caja que había estallado y llena de sangre”. Repite el profesor, esta es una historia muy triste porque la hermanita murió, pero como ya dijimos... los niños contestaron en coro: "La dejamos atrás”.
La clase continúa y llega el momento de recoger los libros prestados del sábado anterior. Los chicos en fila hacen la entrega, él regaña a algunos porque están despegados de las caratulas. Luego comienza el préstamo de libros para los siguientes ocho días: "mi papá que le preste el diccionario", "a mí el padre nuestro" y así. Termina la clase, unos ayudan al profesor a recoger los libros, los acomodan en los burriquetes y los angarillan sobre Alfa que, entre otras cosas, ella y Beto estuvieron, durante la clase, descansando sobre el piso dormitando y quizá, pensando sobre la dura jornada de regreso. Ahora, son el profe, Beto, Alfa, las gallinas, la yuca y demás presentes regalados los que emprenden el viaje por entre corrales y boñiga. En el camino pasan por entre vaqueros que encierran ganado, entre ellos dos niñas y un niño sobre sus caballos ayudando en las faenas, saluda y viene la pregunta directa: por qué no estaban en la clase. Ellos, como muchos de este país, responden también de forma directa: "Porque nos tocó ayudar a mi papá". Él, algo enojado contesta, que esa no es edad sino para estar en la clase.
En su andar se encuentra con una clase de adultos, dictada por un profesor también bajo un árbol frondoso que da sombra, hablan sobre las mayúsculas en los nombres propios. Se paraliza la sesión un momento y el profe del biblioburro le entrega a los otros 20 fascículos de talleres para desarrollar. Se hace entrega de libros prestados y nuestro protagonista no oculta su enojo cuando percibe una carátula rota. El otro maestro un poco apenado le dice que fue un niño chiquito que encontró el libro sobre la mesa… la reconvención fue la puesta de más cuidado.
Por fin la carretera central, el profe, Beto, Alfa, las gallinas y lo demás, quizás hablando entre ellos, la cruzan y siguen su andar cuidándose de hacerse a la orilla para no ser atropellados por tractomulas, camiones y automóviles que pasan raudos a gran velocidad y supongo que no reparando en que ese equipo venía de recorrer montes dejando la satisfacción de la lectura por varias horas a niños y adultos de quién sabe qué vereda de ese trozo de tierra llamado Colombia.
Allí se acaba, en la lejanía se pierden y salen los créditos de un programa que se dice ha sido alabado por varios países de América Latina y África y que es digno de replicar. Tomándome las palabras de un libro de Héctor Abad Faciolince y extrapolando este escrito: hombre y burro trabajan para el presente y el futuro y esto les traerá mayor gozo al saber que están contribuyendo a hacer un mundo mejor. Es la verdad, la convicción de este personaje o más bien de estos personajes, porque Beto y Alfa con sus andares cansinos y esfuerzos cuentan. Son sus máximas expresiones “humanas”. Esos burritos se comportan como animales inteligentes. Finalmente aquí no caben las asquerosas palabras de Millán Astray, ¡así que viva la inteligencia!
A la siguiente noche, lo mismo, no me podía dormir y sintonicé el programa El radar de Caracol. De la nada el presentador comienza a hablar del documental del biblioburro que ya le está dando la vuelta al mundo. Antonio Morales lo entrevista y aparece, ahora sí, Luis Humberto Soriano, de La Gloria, Magdalena, con su sombrero vueltiao y cara de seminarista arrepentido. Habla de lo que ha crecido el biblioburro, ya son ocho los animales. También, de sus expectativas, logros y dificultades. Supe que es profesor titulado pero que también cumple como mandadero y razonero de las peticiones de los pobladores de villorrios abandonados por el Estado.
Está contento con su labor social y una cosa muy importante, en las catarsis de los niños, cuando cuentan sus historias, que son vivencias del horror que padecieron por la acción de grupos ilegales, con una palmadita en la espalda les dice y lo repite con sus alumnos: "Eso quedó atrás”. Él sabe que los humanos por naturaleza somos seres sociales y por lo tanto nos relacionamos con los otros por medio de vínculos, entre los cuales está el afecto, el amor, la afectividad. Eso es lo que Luis Humberto quiere rescatar de ese puñado de muchachitos que recorren polvorientos campos, crecidos riachuelos, caniculares soles para tener una oportunidad cada sábado de que alguien les lea Margarita está a la mar de Rubén Darío y les preste Mambrú se fue a la guerra. Niños y adultos saben que su lectura y aprendizaje está garantizado con la llegada de Beto, Alfa y los ocho mosqueteros que los secundan en la aventura del saber.
Sinceramente, este es un pequeño homenaje y reconstrucción semidetallada de un protagonista y a la vez ser anónimo que al igual que otros que conozco caminan doce horas para llegar a sus escuelas indígenas y campesinas en Calles y Valle de Pérdidas, al interior del PNN Orquídeas en Urrao, Antioquia.
Combatir con palabras las acciones bárbaras de un país que se resiste a actuar de otra manera es una revolución. Gracias Luis y… Puye el burro profe que nos espera en otra vereda…