“El lenguaje es, como saben, el murmullo de todo lo que se pronuncia, y es al mismo tiempo ese sistema transparente que hace que, cuando hablamos, se nos comprenda; en pocas palabras, el lenguaje es a la vez todo el hecho de las hablas acumuladas en la historia y además el sistema mismo de la lengua” (Michel Foucault).
Transportados al pasado, al inicio de la literatura y el lenguaje y arrastrados a todas las innovaciones del presente, al hablar, se intenta en lo posible un lenguaje lacónico que, para llegar ser entendido, es necesario imprimir un esfuerzo y estar en la capacidad de enfrentar el vasto mundo de signos y jeroglíficos. Figuras que evocan tiempos inmemoriales, formas que se estancaron en el leguaje de épocas arcaicas y en el dialecto de nuestros antepasados.
Tomar la lenguaje de estos tiempos es mucho más espontáneo de entender que aquel con el que se forjaron las antiguas civilizaciones. Es comparable con el paso de un gran precipicio a una sencilla caída de andén. En ese abismo tan a veces incomprendido de señales y símbolos, todo fue evolucionando al ritmo que nos lo permitió el lenguaje y que, en esa búsqueda insistente de comunicación, sumada a un estilo de saber transmitir y hacer entender las palabras, el idioma fue asumiendo un rol importante en las nuevas civilizaciones. Rol que en un mismo instante aparentaba ser un tabú, pero que en la práctica se fue solidificando a través de todas aquellas expresiones y composiciones literarias. Todo ese avance no habría sido posible sin la existencia del hombre y su continua construcción hacia un idioma universal: la literatura. Por eso el ser humano se ha constituido -en palabras de John Locke- “…como un animal sociable, con la inclinación y bajo la necesidad de convivir con los seres de su propia especie, y le ha dotado, además, de lenguaje, para que sea el gran instrumento y lazo común de la sociedad”.
Suscitar literatura, conlleva entender que ésta evoluciona en la medida en la que evoluciona la humanidad. Y va más allá porque se innova con el nacimiento de nuevos literatos. Por eso la literatura es un gesto universal. Es tan grande, que es difícil para que se difumine: siempre va a ser necesario exhibir un efímero rastro de ella porque llevada a un escenario de realidad se revela por sí sola; porque llevada a la magia de los libros cobra vida.
Hablar de literatura, aun así en las palabras de grandes sabios su extensión queda demasiado corta. Lo sencillo no está en decir qué tanto se sabe de literatura, cuántos temas abarca o dónde la podemos encontrar. Lo verdaderamente sencillo para nuestros días es que ya está creada gracias a los aportes que han hecho los grandes escritores. Ella es espontánea, es libre, es creativa pero nunca autosuficiente, solo falta es imaginarla o seguirla recreando. Ésta -la literatura-, tiene que estar continuamente nutrida y pueda que no se acabe. Hay que seguirla fomentando en los centros de pensamiento, en las aulas de clase. Aunque en la actualidad no tenga el mismo empeño, tal vez vaya quedando como aquel cofre antiguo de secretos: viejo, pero sabio a la vez.
No es una bagatela. Es un juego de letras que hay que tratar de acomodar a la realidad o, en su defecto deformarlo para no desdeñar una naciente creatividad o un impresionante intelecto. Por eso, y por razones obvias la literatura ha sido de grandes. Asumir la literatura con vocación significa varias cosas al mismo tiempo. Es criticar y tomar un dialecto, palpándolo para intentar trasmitir la sensación de una lectura, un teatro, una película, una narración, etc.
Es hallar el comportamiento humano en un idioma, y no el hablar por hablar. Siempre se requiere que los actos deriven de las emociones razonadas; así, al hablar de literatura hablamos de tener estética como uno de los pilares del arte. No es predicarla con cierto despliegue de simplicidad, es aplicar un argot y practicar la lingüística. Y eso es la literatura: una era y lenguaje universal del idioma.
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