Contra los molinos de viento lucha Pedro Sánchez

Contra los molinos de viento lucha Pedro Sánchez

España está sin gobierno por falta de cordura de sus políticos. El país está paralizado, hay incertidumbre. "Ya mismo acuerdo", clama su gente

Por: Francisco Henao
julio 31, 2019
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Contra los molinos de viento lucha Pedro Sánchez
Foto: Twitter @sanchezcastejon

La historia nos dice que Carlos V en el siglo XVI al referirse al rey francés manifestaba: “Mi primo Francisco y yo estamos por completo de acuerdo: los dos queremos Milán”. Era un capricho más que una razón de peso. Si era por deseo, en aquellos tiempos había otras ciudades más florecientes, Amberes tenía una notoriedad económica importante, Brujas era una joya muy apetecida, Venecia con su sabiduría marítima, o Sevilla que era punto de encuentro del mundo, podían ser objeto de deseo más consistente. La política tiene eso, aparecen encrucijadas que producen dificultades en la marcha de los países, el desarrollo se estanca. La obstinación da paso a situaciones que carecen de peso racional y que dejan en vilo el destino de las naciones. Si Carlos V y Francisco I anhelaban lo mismo, hoy los políticos españoles caminan la misma trocha. Idéntica obstinación los persigue: la búsqueda de ese poder que deslumbra, capaz de aturdir los sentidos y de extraviar el verdadero sentido de la política.

España en su vertiente política no sabe exactamente hacia dónde va. Hace tres meses los españoles llamados a las urnas se pronunciaron acerca del gobierno que requerían y su voz sigue sin ser escuchada. La democracia se ha vuelto sorda, como si la casquivanía fuera el motivo de sus directrices. Y esto se produce precisamente cuando el horno no está para bollos. Hay o no hay una crisis que ya ajusta más de una década, que condiciona el vivir de grandes mayorías de ciudadanos, agobiados por la convicción de que han perdido más de 10 años de sus vidas, sin que nadie les haya dado unas explicaciones de cómo y por qué se llegó a ese agujero negro. Lo que más aguijonea la vida de los jóvenes, es sospechar, sentir que van a tener menos ventajas que las de sus padres. Se rompió la línea ascendente de vivir mejor que la anterior generación. El progreso vital sufrió un crash. Olga Cantó, profesora de economía de la universidad de Alcalá de Henares dice: “Desde 2006 la gente pierde renta, se baja más que se sube”. La crisis ha tenido la mala idea de acrecentar las desigualdades y de congelar la movilización social, provocando que los costes económicos sean onerosos. “En una economía de baja movilidad, no solo estamos pagando demasiado por la mano de obra de un grupo de privilegiados, sino que tratamos de prosperar con trabajadores menos cualificados”, precisa David Grusky, investigador de Stanford.

Si la desigualdad crece, la crisis se agrava, advierten algunos economistas. Las diferencias sociales se multiplican, grandes segmentos de población nadan en la precariedad, mientras que a unas élites las ahoga la abundancia. Hacia ese horizonte camina España, desde hace ya varios lustros. A mediados de 2018 la OCDE dio a luz un informe titulado, ¿Un ascensor social roto?, plantea que cada uno se perpetúa en su privilegio; el mérito, el esfuerzo, el talento, el trabajo exigente, son valores que quedan desvirtuados y propone la necesidad de promover la movilización social para disminuir las tensiones. Los grandes puestos que la sociedad brinda están asignados —sin apenas tener en cuenta si es apto o no— a quienes van a costosas escuelas privadas. España tiene algunas semejanzas con el Reino Unido. ¿En qué?, “la diferencia de gasto entre una escuela privada y una pública británica es enorme. Está en una relación de tres a uno. Por eso la mayoría de los británicos la considera injusta”, resume Francis Green, profesor en University College de Londres. Si la desigualdad española decreció con la transición, la crisis le dio vuelta a esta tendencia. El llamado Estado de bienestar mejoró las condiciones sociales, pero sin apenas tocar a los poderosos monopolios familiares, los clanes han conservado su poderío económico, incluso algunos han mantenido sus esquemas de ‘grandeza’ que se remontan hasta los comienzos del siglo XX —hablo de la época de Primo de Rivera—, hoy sus descendientes siguen en la cúspide, disfrutando de sus cotos privados de caza. Esto da una idea del estancamiento social de la piel de toro, como llamó Estrabón a la Hispania romana.

Como se ve España tiene todo un mundo por realizar, con un sinnúmero de tareas que es imposible seguir aplazando. La mies es mucha y pocos los obreros. Son urgentes los operarios. No cabe la actitud quejumbrosa, esa que espera a ver qué vivales, revestido con oropeles de señorito, aparece como un redentor. No conviene olvidar lo que decía Gracián: “Nunca te quejes. El que se queja se desacredita”. Las circunstancias difíciles actuales sugieren que a su clase dirigente le ha faltado probidad y no ha tenido la solvencia mental para destrabar los mecanismos que llevaron a una crisis que, antes que llevar a una desmoralización, debería ser aprovechada para superar los errores. Del desespero tienen que surgir ideas nuevas, conductas que superen la mezquindad. Es el momento para calibrar a los líderes, que parecen amilanarse ante el peso de la responsabilidad. Tres meses después de las elecciones del 28 de abril, la corona española sigue sin un gobierno definitivo, estable, que brinde la confianza que todo el mundo necesita para creer en algo.

Esta situación política de España —no hay gobierno— enseña que en política es cada vez más difícil ponerse de acuerdo. En Bélgica, como España, el país está frenado, las diferencias entre el norte nacionalista y el sur socialista y el cuasi triunfo de la extrema derecha, hacen que el acuerdo para formar gobierno se vea lejano. La culta Suecia tuvo una parálisis política de cuatro meses para formar gobierno. En Bélgica y Suecia, como en toda Europa —en España con Vox—, la extrema derecha avanza a pasos agigantados, los partidos tradicionales han establecido cordones sanitarios para aislarla. En Alemania, donde democracia es sinónimo de coalición, Merkel para formar gobierno pasó apuros, lo logró seis meses después de las elecciones. El poder es el sueño de todos y el privilegio de pocos, de ahí la rebatiña que provoca.

No hay gobierno en España por falta de acuerdos y si finalmente, el plazo vence el 23 de septiembre, es imposible allegar una coalición, no hay más alternativa que convocar nuevas elecciones —se habla del 10 de noviembre— que es la peor posibilidad, nadie la quiere. Serían los cuartos comicios desde diciembre de 2015. Las matemáticas no ayudan y las desavenencias ideológicas hacen que los impedimentos sean manifiestos.

Hay varias dificultades para formar gobierno. Los barones de los partidos están convencidos de que su poder es vitalicio, que nacieron para eternizarse en los cargos. Dos ejemplos de decenas de situaciones similares: Jordi Pujol fue presidente de Cataluña 23 años. Pedro Pacheco fue alcalde de Jerez de la Frontera 24 años. Ambos tienen problemas con la justicia. Pacheco, tras cuatro años en la cárcel, en abril de 2019 recuperó su libertad condicional. Pujol se dedicó a esconder su fortuna fuera de España. Esos barones son inamovibles, sus voces son oráculos y muchas de las personas que colman los consejos de administración de las empresas energéticas, industriales, bancarias, son sus elegidos. Lo que confirma el decir de la OCDE, en España la movilización social es nula.

La ‘sangre nueva’ en la política española prácticamente es un sofisma de distracción. La derecha española hoy es tripartita y son tres jóvenes quienes la representan. Pablo Casado, Albert Rivera y Santiago Abascal. Decir que son capaces, con una inteligencia más allá de lo normal y que interpretan los sentimientos de una mayoría del pueblo español, me parece una exageración. Más bien elegiría la vía de dar un compás de espera. Los tres tienen en común que son delfines de José María Aznar, para quien la democracia pende de su arbitrio. Lo aprendió de Manuel Fraga Iribarne, el político que fue modelado, esculpido, y tallado con delectación por el temible dictador Francisco Franco, y Fraga lo aceptó gustoso. Aznar determinó que Mariano Rajoy, un jugador de tercera división, lo sucediera en la presidencia del Partido Popular, y no Rodrigo Rato, que era el crack de la derecha del momento. Para este representó el contratiempo más grave de su carrera política. Ni siquiera el hecho de que Rato hubiera sido posteriormente elegido director del FMI, le quitó el ardor que le dejó en los intestinos la actuación del absolutista Aznar. Rato hoy está en la cárcel por el caso Bankia y Caja Madrid.

Con Rajoy, la derecha se había escorado hacia el centro ideológico. En realidad a Rajoy, ahí radica su grandeza, no se le podía poner aquí o allá. Su táctica ideológica era dejar que la extenuación hiciera su trabajo en los grandes asuntos del Estado. Así trató el caso catalán, hasta que finalmente explotó el 1-0. Esto distanció a los dos líderes, Aznar se alejó de Rajoy, pero seguía manejando los hilos del poder en la sombra. Mariano cayó en desgracia y Aznar regresó triunfal. Le dio a Pablo Casado el papel de comparsa, mucho más modoso que Rivera y Abascal, que resultaron respondones y con ínfulas de autonomía y le nombró presidente del PP.

La nueva tripartita derecha aznarista dejó ese centro donde parecía estar Mariano y se derechizó sin ningún complejo. Santiago Abascal, que siente enorme admiración por Aznar a quien le debe su carrera y a Esperanza Aguirre, baronesa de alcurnia del PP, se fue más a la derecha, hasta dar la sensación de ser una réplica nacida de las estirpes selectas del franquismo. Aprovecha la oportunidad, decían los griegos, y Santiago lo hizo, con toda la fortuna del mundo, el 28-A obtuvo un bello botín de 2,7 millones de papeletas. Aznar quedó mosqueado porque Abascal le lanzó un escupitajo, tratándolo de “derechita cobarde”, cortésmente, Aznar le replicó: “A mí, mirándome a la cara, nadie me habla de una ‘derechita cobarde”. Pero esa derecha —‘trifachita’ la llaman los abertzales vascos— dividida se derrumbó en las elecciones del 28-A, pasó de los 186 diputados que en su día obtuvo Rajoy, a los 66 de Pablo Casado en el PP y 57 de Albert Rivera en Ciudadanos. Antes de nombrar a Casado, Aznar había pensado en Rivera, le ofreció el puesto con el propósito de que sacara adelante el proyecto aznarista llamado de “renovación política”. Al final la ambición de Rivera primó y siguió con Ciudadanos, el partido al que califica de “auténtico aznarismo transversal”. Los tres delfines, teniendo a la vista el problema catalán, adoptaron la bandera de la “unidad de España”, pero fracasaron por aquello que decía Mike Tyson: Todo el mundo tiene un plan hasta que recibe el primer golpe en la cara.

Pero si la derecha padece la fiebre de los barones, esa enfermedad infecciosa también la tiene la izquierda con sus, igualmente poderosos, barones. Aquí es donde radica la dolencia de la democracia española. Son como esos molinos de viento que don Quijote vio allá en la lejanía, en el Campo de Montiel, y que percibió como unos enemigos feroces a los que había que combatir, lo cual estaba en armonía con sus principios de Caballero Andante, en los que hipotecó su saber, su hidalguía, su persona y hasta su hacienda: desfacer entuertos.

Y como era un hombre de convicciones sólidas, lo hizo. “Non fuyades cobardes!!!” exclamó y se lanzó con su lanza erguida sobre los lomos de su fiel jamelgo Rocinante, al ataque. Sancho Panza cerró los ojos y soltó el llanto por la suerte de su señor.

Esos barones, transformados en molinos de viento, tratan de perpetuar sus prebendas, su genuina preocupación. Cuando Aznar dice que le preocupa la nación y la aplicación de la Constitución, es una ambivalencia que debe leerse bien. A Aznar le gobierna la soberbia. Al día siguiente del debate entre los cuatro aspirantes —Casado, Sánchez, Iglesias, Rivera; Abascal fue excluido, ¿por qué?—, imperial, Aznar manifestó: “Si tengo delante alguno de los candidatos de ayer (22 abril), me duran muy poco”. Adora escucharse a sí mismo. Cuando habla, es su yo el que se desdobla en su voz. Su credo político concluye en que el poder es José María Aznar. Su fruición máxima es hacerlo sentir así. A su mujer Ana Botella, prestigiosa abogada, pero incapaz de administrar una gran ciudad, la sentó en la alcaldía de Madrid, sin que hubiera pasado por las urnas.

Felipe González, el gran dinosaurio de la izquierda española, le sigue los pasos a Aznar. Es más pulcro, tiene ocurrencias brillantes, en sus gesticulaciones lingüísticas es diestro en el sorites. Tiene el ángel que solo Sevilla prodiga a sus hijos. Durante su gobierno se disparó la corrupción, “y los crímenes de Estado” (Julio Anguita). A los barones los consume la misma pasión: solo quieren vivir ellos. Felipe dice, graciosillo, que su preponderancia es: “Poner siempre por delante los intereses de España” (El País, 27 enero de 2016) Esos barones socialistas, echaron del partido a Pedro Sánchez por considerarlo un incordio. Ellos son los encargados de dictaminar quién vale. Es una cuota de sumisión intolerable, trasnochada. Que ya Benito Pérez Galdós rechazaba.

Elisa de la Nuez, contratada por Albert Rivera como ideóloga anticorrupción de Ciudadanos, en una conferencia dada en Barcelona (septiembre 2015), exponía: “Acabar con la corrupción requiere un fortalecimiento de las instituciones, requiere acabar con la impunidad y apoyar de manera decisiva a las personas que luchan contra la corrupción”. Esto es un proceso de modernización urgente. España debe elegir entre reinventarse o anclarse en Isabel la Católica (a quien Santiago Abascal gusta citar en sus mítines, y Franco la lucía en su despacho de El Pardo).

La izquierda española está más cerca de tener una “sangre nueva”. Ni Pedro Sánchez ni Pablo Iglesias son delfines de nadie. Sánchez se sobrepuso a los barones de su partido y fue elegido Secretario General por las bases, que sienten que su voz pocas veces ha sido escuchada. Las bases, el electorado, apenas cuenta el día que deposita su voto. Al día siguiente los elegidos se olvidan de quien los votó, y se enfrascan en sus componendas y rencillas. Sánchez demostró algo muy importante, que en España hay democracia. Funciona, tiene carácter, no es fantasía: la moción de censura a Mariano Rajoy. Cosa que no es muy usual en los países de la Unión Europea. Pero hace una falta una la democracia aún mejor, más higiénica, que haga eficiente y ética la política social, que incluya lo que Unamuno llamaba “intrahistoria”.

Pablo Iglesias reivindica que Podemos “emerge del 15-M”, cuando los indignados se tomaron la Puerta del Sol en Madrid. En una entrevista con Jot Dawn expresó: “Me considero marxista, pero soy consciente de que cambiar las cosas no depende de los principios”. Propone, con mucho sentido de Estado, “abrir un complejo diálogo para dar una salida por vías democráticas a la plurinacionalidad de España”. Algunos piensan que Iglesias es la izquierda pura y que Sánchez es la izquierda progre. Aznar piensa de Pedro Sánchez, “no es que sea nadie, porque ser un don nadie es ser alguien, es que es la nada, es la nada con guión. Es un robot malo que tiene un guión y cuando lo sacan del guión no sabe qué decir” (el pasado 23 de abril). González piensa que los “dirigentes de Podemos —respeto a sus votantes— quieren liquidar, no reformar, el marco democrático de convivencia, y, de paso, a los socialistas”.

España tiene problemas muy graves para que caiga en los tiquismiquis. La política social clama soluciones. En 2013 la revista Forbes publicó que 30 familias se reparten el gran capital español, y que hay tres familias que acumulan más de 11.200 millones de euros, el origen de esas fortunas son las herencias o de la separación de bienes tras un divorcio. Dice Forbes que el rey Juan Carlos no aparece en la lista de los más ricos porque su fortuna es una incógnita y lo seguirá siendo a pesar de la nueva ley de transparencia. Bien vale la pena poner al lado de estas cifras exultantes este titular de El País del 26 de septiembre de 2018: “4 millones de personas viven en exclusión social severa en España”. La muerte de Alicia, 65 años, jovial, llena de vitalidad, ganosa de vida, por las tardes bajaba al bar y hacía reír con sus ocurrencias geniales a los presentes, vivía sola en su estudio del barrio Chamberí de Madrid, el 26 de noviembre de 2018, a las 11 de la mañana, tan pronto llamó a su puerta la comisión judicial y la policía municipal para desahuciarla, desde el 5° piso, se lanzó por el balcón al vacío, cayó encima del techo de un taxi aparcado y de ahí a la acera, frente a los ojos aterrorizados e incrédulos de Marcos, su peluquero. La crisis trajo esa lacra de los desahucios y los embargos por impago de sus obligaciones.

“No hay dinero” es la frase más escuchada desde 2008. Las partidas presupuestarias para educación, ciencia, investigación se han visto notoriamente afectadas. No se contratan los médicos y enfermeras que urgen los centros de salud porque no hay dinero. Las plazas de maestros jubilados de colegios y universidades no se han sustituido por la misma razón. La productividad anda renca. Hay que generar riqueza, no quitársela al pueblo. Pero sí hay dinero, muy abundante, para otros menesteres. Un óleo de Felipe VI para colgar en el Congreso costó 88.000 euros. ¿Por qué no colgaron —dado lo apurada que está la situación y de la que se dice que es en nombre de la austeridad, que debería ser para todos ¿no?— mejor una foto bonita de 150 euros, que hasta seguramente la hubiera donado la Asociación de Jamoneros?

Pero en vez de innovar, de hallar soluciones, de buscar metas, de mejorar la educación, de hacer laboratorios para investigar, el gobierno de España está bloqueado. Es el peor momento para los desacuerdos. Unos jovencitos de la destra e sinistra, aguijoneados por sus barones, que el 28-A recibieron la misión de gobernar, se niegan a hacer operativa la democracia. Un editorial del Financial Times —26 julio— pide a Albert Rivera que reconsidere su postura y pacte un gobierno de coalición con el PSOE. “Un acuerdo daría a Pedro Sánchez una mayoría estable y al país el Gobierno que necesita”. Pablo Casado debe reconocer que sufrió una derrota severa en las urnas, y que Sánchez obtuvo una victoria clara. El problema de Cataluña ha causado profundas diferencias y dejado unas heridas que, pensando en el conjunto de la nación, deberían ser superadas introduciendo reformas políticas que den una mayor autonomía regional, que rebajaría la tensión sobre la independencia de Cataluña. El catalán, desde ningún punto de vista, es el principal problema del país. El núcleo de esta anomalía es que lo han sobredimensionado y esto tiene hasta la coronilla al pueblo español, incluidos los catalanes constitucionalistas, que son más del 50 por ciento. Hasta hoy, las negociaciones PSOE y Podemos están rotas, esta vía se agotó, además de que sería precaria porque no alcanzan la mayoría absoluta requerida. El FT pide a Cs que dé al PSOE, “la oportunidad de gobernar”.

El momento político español es muy atractivo. Bien aprovechado podría ser muy jugoso y dar abundantes dividendos. A condición de que non fuyades cobardes, más bien tomad en serio el destino de España; esto habría que recordárselo a Pedro Sánchez y los demás, para que cada uno salga de su torre de marfil. Y a los barones valdría la pena jalarles las orejas con la frase que el rey Juan Carlos —¡Majestad, se equivocó!— le soltó a Hugo Chávez: ¿Por qué no te callas?

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