Y con la formación de la nación vinieron los símbolos: el himno, el escudo y la bandera. Celebración de ritos y cultos y la creación de normas tácitas, pero eficaces: “el amor a la patria”, “todo por la patria”, el “sacrificio”, en el “altar de la patria”. Es decir, se bajó el lenguaje de la misa y de la praxis religiosa para sacralizar la “nación” y la “patria”. Y hubo poetastros como Miguel Antonio Caro: “Patria te adoró en mi silencio mudo/y temo profanar tu nombre santo/por ti he llorado y padecido tanto/como lengua inmortal decir no pudo…”
Claro y tanto amor y lloriqueo no solo trajo los catecismos patrios sino también las historias patrias. Y en las primeras décadas del siglo XX había que limpiar con babas el fracaso de lo que fue el siglo XIX: incontables guerras entre liberales y conservadores, la Regeneración, la Constitución de 1886, condenar el federalismo, ocultar la matanza de la guerra de los Mil Días, la pérdida de Panamá… Y se hizo un concurso para que el relato ocultara la miseria y destrucción. Y así se llegó a la Historia de Colombia, escrita por Henao y Arrubla. (1911). Y se adoptó como texto oficial para la socialización de los niños y jóvenes en la patria y en la religión, para que no se viera el desastre nacional. Y pronto vino de la Academia, Germán Arciniegas, a decir: “A Henao y Arrubla están unidos los mejores recuerdos de aquellos días en que sentí más fuerte el aleteo de la bandera colombiana golpeando por primera vez mi corazón”.
Pero hay otras historias. Una de ellas es Nuestra historia (1984), obra Rodolfo Ramón de Roux. Y place este relato porque no se queda en el panteón de los próceres, ni en las urnas funerarias, tampoco en guardar las cenizas de la memoria de una épica dudosa de oscuros personajes. Y como era de esperar tal texto causó roncha… Lo curioso, en el relato de De Roux no es otra cosa que los ilustres son aquellos que han hecho posibles instantes de felicidad, como Egan Bernal, y tantos otros que están en la eternidad del recuerdo.
En horas de desaliento cuando en el país se extiende el desastre y el descuartizamiento viene como una ráfaga de aire fresco en la ilusión, la fantasía, los sueños. Y en esos chispazos nos vemos envueltos en felicidad. No se recuerda a aquellos que supuestamente ejercieron la res pública (para beneficio privado). A su vez, en el tiempo en que se celebra el triunfo, quienes cabalgan la res pública, al servicio de la minoría, intentan subir en las encuestas al dar condecoraciones y la foto junto al atleta, para que suba la popularidad.
En las ciudades y los pueblos se erigen monumentos, se levantan estatuas de personajes, “coronados de vivo laurel” y en “aureolas de incienso”. Hay casas museos donde se exponen los objetos personales que pertenecieron a los supuestos ilustres dignatarios. Ante esa tendencia a levantar monumentos a las “figuras insignes de la patria”, surge la pregunta: si fueron tan grandiosos, ¿por qué estamos tan jodidos?