La teoría política entiende que los partidos políticos son organizaciones sin cuya mediación no es posible concretar los principios democráticos. Desempeñan una función de formadores de la opinión pública y contribuyen a educar políticamente a los ciudadanos, son medios de canalización y expresión de la voluntad de la sociedad en acción política. No obstante las finas palabras, en la actualidad, la democracia política está en crisis y junto con ella los partidos y su capacidad de representación.
La mediocridad de estas organizaciones no se manifiesta tanto como cuando inicia la competencia por los cargos de elección popular y el primer paso es la definición y entrega de los avales. La puja de los diferentes matices al interior de los partidos y movimientos políticos es tensa y determina la capacidad de negociación o de imposición de los diferentes sectores. Litigio que ya no se resuelve en convenciones y asambleas, sino bajo manteles en almuerzos y reuniones clandestinas entre elites de partido.
A pesar de los compromisos que el sistema democrático le impone a los partidos políticos, poco o nada se piensa en la vocación de poder. Las fronteras ideológicas de estas organizaciones en Colombia son cada vez más difusas, lejos están los postulados candidatos de representar el ideario y los valores que inspira y distingue a un liberal de un conservador. No se requiere de militancia, ni adoctrinamiento, no hay principios inamovibles ni hombres dispuestos a defender una causa partidista. El individualismo, el afán de prestigio, la sed de honor y poder han socavado a estas organizaciones, que sucumben ante la primacía de los intereses más particulares y limitan su actividad a feriar avales y demandar prebendas burocráticas.
Los partidos políticos tradicionales en Colombia son hoy lo que fueron en sus inicios: corrientes sin direcciones unificadoras, agrupadas alrededor de personajes sobresalientes y movidas por circunstancias.
Basta observar la manera centralista como el Partido Liberal distribuyó los avales en Antioquia para comprender el hastío y desazón de aquellos ciudadanos que ya no están dispuestos a lucir el color rojo y elevar su bandera. Y coloco el ejemplo con el Partido Liberal porque el Partido Conservador hace rato que fue desmantelado. Los mayores referentes de la actividad política en la historia de Colombia amenazan con extinguirse, se puede afirmar que no representan nada, ni a nadie, ya que los líderes de los partidos hace rato se desconectaron de los sectores de la sociedad que dicen representar, no conocen a su electorado, ni sus problemas, ni convocan la discusión pública para lograr transformaciones de fondo. Es un hecho que la centralización política, la incapacidad de llegar a consensos por el bien del Partido, la urgencia de alimentar los egos y el afán por hacerse a una parcela de poder, están hundiendo a los partidos tradicionales en una de sus peores crisis.
Lo delicado de la situación es que Colombia se ha definido como un Estado social de derecho, con la característica de ser democrático y esto implica que el acceso al poder está mediado por un sistema de partidos, que solo funciona en relación a la política electoral (feria de avales, distribución de cargos y prebendas burocráticas) pero es inoperante en lo que se refiere a la orientación política del Estado respecto de la economía, la seguridad, el bienestar social y la participación ciudadana.
La solución no es que los partidos políticos desaparezcan, ni que se multipliquen, pues ya la historia demostró la inconveniencia de que las expresiones divergentes y democráticas se elevarán a la categoría de un movimiento político, llegamos a tener cerca de 50 partidos y movimientos en Colombia, todos con la característica de practicar una política personalista y caudillista, que al final lo único que logró fue nublar más el panorama político del país.
Desde el campo de la teoría política podemos convenir que los partidos políticos son necesarios para un régimen democrático y que en la medida que estos movimientos se reduzcan a dos o tres, facilita la diferenciación ideológica, la concentración de las manifestaciones políticas y la militancia. Pero debe hacerse una exigencia mayor, se requiere combatir el centralismo con la democratización al interior de estas colectividades, que los intereses generales pesen más que el apetito de las elites partidistas. Deben volver la mirada a la ciudadanía, consultarla, conocerla y reconocerla, buscar el poder para representar su voluntad.
En suma, el futuro de los partidos políticos depende de su habilidad para recuperar su capacidad de actores protagónicos en el mundo que se forja dado que tienen razón de ser únicamente en tanto sean instituciones capaces de promover la participación y garantizar la estabilidad del Estado. La revitalización de los partidos pasa por su democratización, lo que supone un verdadero esfuerzo de construcción político institucional que posibilite un nuevo nexo entre ciudadanos y Estado y le brinde a los primeros las condiciones para ejercer de modo categórico su fuerza democrática.