Un peligro: así fue mi primera experiencia gay en Tinder

Un peligro: así fue mi primera experiencia gay en Tinder

Por querer encontrar un amigo o novio en esta aplicación, terminé asustado, sin autoestima y casi regalando mi apartamento como regalo de navidad

Por: Camilo A Gonzales Sierra
junio 19, 2020
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Un peligro: así fue mi primera experiencia gay en Tinder

El man se llamaba Miguel, creo. Ya ni me acuerdo de su nombre porque eso fue hace más de 3 años. Pero si me acuerdo de su cara, su barba y su moto.

Después de una semana de estar hablando por Tinder, tuvimos la primera cita en un bar gay de Chapinero. Yo lo fui a recoger a su universidad y nos fuimos caminando por un par de cervezas un miércoles de noviembre a las 8pm. Cuando lo vi pensé que había coronado en esa aplicación: era grande, fortachón, con cara angelical y una barba perfecta. Hablamos, cantamos, nos reímos y al cabo de unas horas ya nos estábamos besuqueando en frente de una multitud envidiosa por el biscocho que tenía yo en mis manos.

Como una historia de amor súper clichetuda, Miguel y yo pertenecíamos a clases sociales diferentes.  Él vivía en la parte más sur de Soacha y yo, en ese momento, en un apartamento en Rosales. Pero nada de eso importó porque lo que me gustaba de él era su inteligencia: hablaba francés y estudiaba historia con literatura. Y, además, a diferencia mía, a Miguel le había tocado difícil en la vida, pero él era un decidido a cambiar las circunstancias. Y lo había logrado: estaba en noveno semestre, tenía una moto hermosa, hablaba 3 idiomas y cantaba como Chayanne.

La primera vez que me fue a visitar a mi casa se demoró 2 horas andando en su moto y eso que, según él, no había casi tráfico. Cuando entró a mi edificio no pude ignorar la cara de rechazo que le puso el portero cuando lo vio. “Maldito igualado” pensó mi mente en el fondo clasista.

En mi casa tomábamos vino, él me cantaba en francés mientras yo me fumaba un porro que él rechazaba con mucha serenidad.  -“Cuando creces rodeado de eso, le pierdes la importancia y el gusto con el tiempo” me decía y yo me derretía de una mezcla entre traba, emoción y ternura al mismo tiempo.

Me acuerdo que con la confianza que me generó con el pasar de las semanas, le compartí secretos de mi vida. Un día cualquiera le dije: “Biscocho, la próxima vez que vengas no timbres, sino que utiliza la llave de seguridad que está escondida en la matera al lado de la puerta… así, si me coges bañando o cagándo no tenes que esperar a que terminé”.

Pero siempre hubo claridad que en la química que teníamos no había ni una pizca de amor. Pasó un mes y la relación cada vez tenía menos sentido. Nos aburrimos mutuamente y ni siquiera tuvimos que hablarlo. Se acercaba navidad y yo me fui para Popayán a pasar fiestas con mi familia. Cuando nos despedimos sabíamos que no nos volveríamos a ver en mucho tiempo y no nos importó.

Era 23 de diciembre, yo estaba en Popayán otra vez utilizando Tinder en mi celular cuando mi llamó mi roomate:

-¿Tú le dejaste las llaves a tres amigos tuyos para entrar al apartamento?” me preguntó.

-No, ninguno de mis amigos está ahora en Bogotá. ¿Porque?

-Marica, que peligro, tres muchachos trataron de entrar al apartamento diciendo que les había dejado las llaves en la matera.

-“No negra, ni idea… seguro se equivocaron”. Decía yo tratando de esconder el sentimiento de que se me caía el mundo.

Entre lágrimas de desesperación, pero no de tristeza, le escribí a Miguel para contarle. La diplomacia con la que él solía escribir en los chats había desaparecido. Sabía que yo estaba desconfiando de él y él trataba de mostrarse indignado por eso. Mi solución fue pedirle una foto de su cedula… no me mandó nada y me bloqueó después de un par de madrazos.

Cuando volví a Bogotá me encontré con el portero malmirado. Él estaba de turno cuando trataron de entrar los tres desconocidos el día antes de navidad. Le mostré una foto de Miguel preguntándole sí él era uno de los tres desconocidos y me dijo que no pero que había mandado a dos de sus mejores amigos… Quede desconcertado y me costó como diez minutos entenderlo todo. Pues resulta que el portero vivía en el mismo barrio que Miguel y conocía sus mañas de malandro. Lo reconoció a él el primer día que llegó conmigo y por eso lo miró mal. Y a sus amigos (dos de los tres desconocidos) también los reconoció y por eso no los dejó entrar.

Fue el karma. Siempre he sido cínico con las relaciones y por eso me merecía las mentiras. Pero también siempre he sido bienintencionado y por eso no me merecía un saqueo de mi casa como regalo de navidad.

Hace rato me cambié de casa, pero todavía guardo una foto y el recuerdo del portero mal mirado como acto de gratitud por su existencia.

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