La película inicia con un boxeador de aproximadamente 45 años que esta tirado en el cuadrilatero, ha perdido por knock out, se trata de Reynaldo “El Piedra” Salgado. Un hombre alto, de mirada honesta, ojos negros y con elasticidad y movimiento en su cuerpo. El Piedra es un boxeador que pierde por necesidad, es importante que otros ganen, no él, y él cumple con ese oficio: dejar que otros ganen. Tiene fama, dentro del boxeo, de permanecer quieto, inamovible, como la quietud de las piedras. Hace algunos años fue bueno con los puños y llenaba escenarios alrededor del ring y capturaba la atención de los periódicos. Un día aparece un niño —Breyder— en la puerta de su casa, trae consigo un poster publicitario del año 2003, que anuncia la pelea que tuvo El Piedra cuando la juventud era su aliada y le dice: Es que eres mi papá. La primera reacción es de rechazo, de incredulidad y ése será el primer giro que tiene la cinta, y desde allí se va deshilando el argumento. La noticia no la espera nadie.
A Rey o Reynaldo no le gusta vivir con nadie, a excepción de su abuela con la que vivió un tiempo. Ha vivido solo, se ha criado solo, solo ha contestado las preguntas de la vida y las encrucijadas de la existencia. Y se enorgullece diciendo: yo me crié solo. Así, con elipsis, la película va avanzando, muchas veces sin preparar narrativamente al espectador, pues de esa misma manera se informa sobre el robo, se anuncia la siguiente pelea, se sorprende con la muerte del palenquero, el enamoramiento. Un recurso narrativo interesante que salta en un nuevo acontecimiento y que centra la atención con las acciones de los personajes. La música de Juan Carlos Pellegrino es un buen acompañamiento en ese viaje de pequeños giros dramáticos que posibilita un guion sencillo y honesto sin muchas pretensiones, mientras se observa con la fotografía de Luis Otero esa Cartagena marginal y llena de tantas injusticias.
Reynaldo vive en una casa humilde del sur de Cartagena, allí donde habita otro tipo de monarquía con reinas —no de la de los concursos de belleza— sino las de sin coronas vistosas ni canutillos, con reyes sin camisas y con dientes caídos y que anhelan ganar algún día una pelea grande para que los saque de pobres y del anonimato. El rey, como muchos lo llaman, es un rey que busca dinero para tener lo básico: techo, comida y tiempo de poder ir a pasear con su novia y quedarse contemplativo viendo el baile de las olas. La película no se mueve por la Cartagena amurallada ni la atiborrada de turistas y de playas repletas de extranjeros, en cambio aparece la Cartagena de la que son tantos y terminan siendo tan poco visibles: los pobres, los malucos, los que nunca alcanzarán el progreso y las comodidades que muestra el capitalismo en forma de humo: casa, auto, vacaciones en paisajes exóticos. Al contrario, aparece una Cartagena de marginalidad, rebusque, que muestra cómo crecen los jóvenes consumiendo la droga de los jibaros y, como resisten con el boxeo, con trabajos sin garantías como motoratones o vendedores ambulantes y, a su vez, queriendo ser como Pambelé un ídolo de un pueblo que lo olvida.
También es la historia —El piedra— de los boxeadores colombianos, con carreras deportivas llenas de sacrificio, de esfuerzo, en un país que le preocupa más el presupuesto para la guerra que lo que se pueda invertir en la educación, en arte y en la formación deportiva. Por momentos, por la naturalidad de los personajes y su credibilidad, pareciera que estuviésemos adentrándonos en un documental y que lo que quiere mostrarnos el director Rafael Martínez son esas viejas glorias del boxeo, que alguna vez tuvieron su instante de éxito y hoy esperan que el gobierno se acuerde de toda la representatividad, y el buen nombre de Colombia en el boxeo, en algunas décadas atrás, en el exterior y que viven de la limosna, de entrenar a nuevos boxeadores que tienen las mismas ganas que ellos y las mismas dificultades económicas y esperan un subsidio, una casa, como esperando no caer en el olvido. Instantes de fama y dinero y, después de la fama, momentos de precariedad y vicios y vacío y soledad.
La película logra crear una semejanza, a ratos, con la literatura, y mientras se observa a El Piedra y cómo se levanta después de tanto golpe se vienen esas imágenes del cuento de Jack London, un Tom King peleando por un bistec y como Sanders le propina una paliza y el lector, a ratos, cree que va a ganar y que va a regresar a su casa con el bistec para sus hijos y para su esposa quienes lo esperan con hambre. Esa misma expectativa se logra en El Piedra que con la dignidad de Santiago en El viejo y el mar o el General en el General no tiene quien le escriba, espera vivir de su oficio, vivir de sus manos y regresar con dinero a su casa, para pagar las deudas y comprar un pedazo de carne a ese hijo que le llegó cuando ya no lo esperaba y el cual va recibiendo, como recibiendo de nuevo alientos de vida, en un tiempo donde ya se empieza a sentir que la vejez también es el olvido.