Cada cual es libre de escoger sus fuentes de información, así como su religión, su tendencia política entre otras tantas cosas. Esa es una de las premisas del estado moderno, consagrado a finales del siglo XVIII con la revolución francesa y su carta de derechos del hombre y del ciudadano. La libertad de pensamiento y de información, que evolucionó en su comprensión desde ese entonces, constituye hoy uno de los baluartes de mayor valor para nuestra civilización. Ahí se encuentra la “piedra filosofal” de la convivencia entre los pueblos, y de los hombres que los constituyen.
El debate en Colombia, sobre todo en estas última semanas, ha estado bastante caldeado y acentúa cada vez más la distinción entre dos grupos visibles de activistas políticos. Eso no debiera parecer raro, de no ser por las consecuencias que ello ha generado en la libertad de expresión y de prensa, de informar y de ser informado. Querer callar una voz, o varias, para que no canten ciertas verdades, es atentar contra los principios ya mencionados, sino abrir grietas por donde se puede filtrar de nuevo el absolutismo.
No está del todo bien que muchos se quieran referir a otros solo con adjetivos, con griterías y con emociones destructivas. Digo que no está del todo bien porque en muchos casos se atenta contra la dignidad del otro, contra su honra y su derecho a la buena imagen. Pero al fin y al cabo, eso igual hace parte del debate político, de las disensiones y de las enemistades que se cuecen en los pasillos de la vida pública. Lo que no está para nada bien, y no puede ser tolerado, es la pretensión de callar voces, que sea por medio de la violencia, como tanto ha sucedido en nuestro desangrado país, o por medio de lobbies y conciliábulos entre el poder y la prensa.
De manera muy personal, creo más en aquellos periodistas que siempre muestran sus fuentes, que argumentan y que recurren a la historia para fundar sus posiciones. Eso me lo enseñó un profesor en mis primeros semestres de universidad: más argumentos, menos adjetivos. Sin embargo, si alguien prefiere los adjetivos, la gritería e incluso el arribismo, pues allá él. Pero que no se callen voces. A la larga, la política no es otra cosa sino el intento por zanjar las diferencias por vía de la palabra, y no por acciones violentas.
El hoy de nuestro país, y de nuestro mundo, nos pide más y más voces que se levanten para expresar sus opiniones, a ver si por fin aprendemos a oírlas, a respetarlas y a convivir a pesar de las diferencias. No permitamos que nos regresen al absolutismo ni a la dictadura. No prefiramos ni una ni ochenta veces que una voz diferente a la nuestra se vaya a las armas al monte. ¡No regresemos al pasado!