El silencio llegó abultado.
Como preámbulo a una creciente, las olas que arañaban la playa se contrajeron con el tic del mar conteniendo su respiración, como “el antes” de un suspiro. Los pájaros huyeron, el firmamento se sintió avergonzado, quizás, ante la hecatombe que a ese humano lastimero iba a demoler. El viento, un murmullo que se fue apagando. La luna, una madre cubriéndose temerosa con la única nube existente. Así, el cielo desnudo no lució embellecido a pesar de su azulado, tan solo la tragedia abarcó la playa con una lengua gigante de la ola venida desde las entrañas del mar, parecida a una bocanada de miedo parida desde lo más íntimo del océano, arrasando la estética del paisaje, barriendo el aire, el suelo, todo a su paso.
El silencio no pudo y escapó fugaz a los confines del más allá, con promesa de no volver. Arribaron los gritos con el estruendo de prolíficas olas como puños derribando contrarios, haciendo caer los muros de las edificaciones, desmayando las vidas que no tuvieron pies para correr, alas para volar, el miedo suficiente para huir y, aunque fuera, malheridos sobrevivir.
Como si la muerte asistiera a un festival de moda, los cadáveres desfilaron danzantes sobre el vaivén de las corrientes que intrépidas requisaban cada esquina del lugar, antes cómplice de los actos humanos más atrevidos. Las embarcaciones parecían juguetes de un niño gigante que los llevaba y los traía acompañado de un silbo incomprensible, como el de la tragedia. Un ruido ensordecedor sirvió como telón de fondo para dar paso a lo que sería la ola mayor, la inesperada, pues no se creyó más aguante para algo de más impacto. Así, vino lo indecible, lo inefable, la némesis. La tierra se partió como queriendo también huir, pero no pudo, allí se quedó herida, con sus grietas expuestas, sangrando solo “no vida”, con sus aberturas entre la arena.
Solo después de varias horas, los llantos de las ambulancias aéreas irrumpieron afanadas en el extenso cielo avergonzado. El piloto en la delantera, sintió abrumado su espíritu. Las lágrimas le borraron su estigma de valiente: nunca había visto un panorama con un cementerio de tales magnitudes. La muerte lo había hecho todo.
“Tragedia” sería el apellido de aquello llamado “tsunami”.