Calificación:
Dios creó el mundo en unos cuantos millones de años que a él, en su tiempo desmesurado, le parecieron tres días. En el agua el protozoario se transformó en pez y de allí salió a la tierra reptando y caminó una vez su columna vertebral se volvió recta y tuvo pies y su cerebro, tras miles de generaciones, se fue puliendo, aguzando y pensó y traicionó y el Creador, en su ira eterna, les secó los lagos, quemó el pasto y dejó una tierra devastada que es el lugar desolado por el cual caminan Noé y sus hijos.
En este paisaje lunar el único hombre bueno que queda, ha visto en sueños una inmensa montaña. Era un lugar seco entre un océano. Debajo del agua las especies formadas por el Hacedor, flotan ahogadas ante los ojos histéricos de Noé. El patriarca se levanta, mira a su esposa y ella entiende que es un personaje del Génesis y en el primer capítulo de la Biblia lo que se hace es caminar.
Caminan hasta encontrar a Los Vigilantes, unos ángeles caídos convertidos en piedra que viven esperando, en eones de años, el momento en que Yavé se llene de piedad y los vuelva a convertir en luz. Estos extraños e intimidantes seres que se mueven como Transformers y hablan como los Ents de El señor de los anillos ya no creen en los hombres y le dan la espalda a Noé. Pero su desconfianza acabará al ver cómo de la aridez de la tierra empieza a brotar un manantial de agua. En unos cuantos minutos crece un bosque espeso de árboles gigantes. Los vigilantes tienen esperanza: después de tanto tiempo el Creador vuelve a dar señales de vida.
Dios ha mirado su obra y como cualquier artista inconforme ha decidido borrarla. Lo único que quedará en pie será Noé y su familia y un arca gigante poblada por todos los animales del mundo. En la versión corregida de su performance, los hombres serán borrados de la faz de la tierra.
En los templos de las esquinas los pastores invitaban a su rebaño a la sala de cine. Los camanduleros venían detrás y recordaban lo bonitas e instructivas que eran las películas de Dios en Semana Santa. Se sentaban frente a la pantalla y allí los asaltaba un atributo propio de los seres humanos pero que los hijos de Cristo no pueden ostentar: la duda. El pastor preocupado y secándose con su pañuelo rosado el sudor que le recorría la frente, miraba a sus ovejas y estas se movían inquietas, como si un lobo estuviera por allí, husmeando el redil. Las viejitas de los grupos de oración tampoco aguantaron una hora más y con sigilo se escurrieron en la oscuridad del pasillo. Un loco fumón se había inventado en su delirio una historia absolutamente ridícula “que no tenía ningún tipo de rigor histórico” decían los pastores, siempre tan bien peinados, con la Biblia debajo de su axila sudorosa.
Basado en las escasas líneas en las que en el Génesis se hace referencia al Diluvio universal, Daren Aranofsky pone en escena uno de los mitos más conocidos de la religión judeocristiana. El director de El cisne negro, suple la carencia de fuentes con su portentosa imaginación. Entonces en los primeros minutos pareciera que estuvieras viendo una película posapocalíptica en donde unos pocos guerreros pudieron soportar los embates atómicos. Si te fijas bien, el pantalón que usa Russel Crowe parece un blue jean y esas ruinas que se ven entre la perenne lava seca de Islandia, ¿no parecen vestigios de una civilización altamente tecnificada que se ha extinguido?
Desmesurada, ambiciosa, extraña y potente, Noé es una de las sorpresas más gratas que hemos visto este año. Aranofsky había soñado desde muy niño con la posibilidad de hacer una película sobre el arca. Hacía más de una década que había escrito el guion pero ningún estudio se atrevía a hacerle frente al proyecto, hasta que Paramount aceptó hacerla hace tres años.
Noé es la visión que puede tener un escéptico del Creador. El Dios del Antiguo Testamento es un energúmeno temible que no estaba dispuesto a negociar con los hombres. Expulsó a sus primeros hijos del Paraíso solo porque Eva tomó una jugosa manzana de un árbol. Destruyó Sodoma y Gomorra en una prueba más de su latente homofobia: este Dios intransigente no veía con buenos ojos que sus habitantes practicaran el sexo anal. El racista mandó a uno de sus ángeles-sicarios a que matara a los inocentes primogénitos de Egipto y casi logra que Abraham el loco degollara a Isaac cuando este era un bebé. El Dios de Noé es ese mismo vengador, él que no perdona, el intrigante que envía mensajes de una ambigüedad tan profunda que son inentendibles.
No sé porque los camanduleros se sienten tan ofendidos con esta versión personalísima de un místico que todo el tiempo está mirando al cielo esperando una señal. Este Noé de mirada atormentada parece más un personaje de Robert Bresson que de una superproducción hollywoodense. Él es consecuente con sus sueños, con las manifestaciones que puedan venir del cielo y obvio, en su barba enmarañada, en sus ojos encendidos y en su despiadado comportamiento vemos el estrés que puede generar ser escogido por un ser supremo que muy seguramente solo existe en su propia mente.
Cuando las aguas bajan y desembarcan en el monte Ararat, la misma montaña que vio en su sueño, Noé ha perdido la inocencia y ya no es digno de estar con su familia. Mejor estar solo, fermentar unas cuantas uvas, desnudarse y emborracharse con vino. Desde la playa, contemplando la tranquilidad del mar, entiende su error: había que sacrificar a todos sus hijos, a su esposa, cortarse el mismo la garganta de un solo tajo y dejar a los animales solos poblando la tierra. Desde que quede un solo hombre en el mundo la maldad prevalecerá. Al fin y al cabo —piensa Noé— somos hechos a imagen y semejanza de un Dios terrible.