La presión que los EE. UU. ejercen hacia Iván Duque por el tema de la lucha contra las drogas, cesará cuando él decida, además del insustancial “cerco diplomático contra Maduro”, participar directamente en una coalición regional, para intervenir militarmente a Venezuela, derrocar al gobierno bolivariano y facilitar a los EE. UU. el control de los recursos energéticos de ese país.
La certificación en la lucha antidrogas es un dispositivo muy eficaz, con el que cuenta EE. UU. para contener a gobiernos sometidos que, por ausencia de consenso en su interior o por temor, dilatan la ejecución de alguna orden directa. Esto pesa aún más cuando se es miembro asociado de la Otán.
Se ha conocido que un sector de las fuerzas armadas colombianas es renuente a su participación en la coalición para la intervención militar contra Venezuela, por el temor a los costos militares y políticos que esta conlleva. A lo anterior hay que agregar que algunos altos mandos no estarían a favor de que dicha coalición fuera liderada por el ejército de Brasil. Actitud que chocaría con los intereses de la Casa Blanca, si tomamos en cuenta el anuncio del 8 de mayo en el que Trump designa a Brasil como “el mayor aliado no Otán de EE. UU”.
De todos modos, el hecho que la nueva cúpula militar de Duque, formada en la doctrina de Seguridad Nacional, cuente con un copioso prontuario en ejecuciones extrajudiciales y otros crímenes, tal y como lo recordó en febrero Human Rights Watch, le permite a los EE. UU. disponer de suficiente fuerza de presión para lograr el compromiso de la élite castrense; así como la desertificación en la lucha contra las drogas, la extradición y el adecuado uso de los vertederos de Odebrecht y Panama Papers entre otros dispositivos de coacción, le garantizan la mansedumbre apropiada de cualquier funcionario, presidente o Estado que haga parte de su campo de dominio, para así avanzar contra Venezuela en una guerra por el control total de la cuenca del Caribe.
Simultáneamente con las presiones, EE. UU. se esfuerza por exhibir los preparativos de una evidente guerra de depredación; como si se tratase de una intervención humanitaria, o de una acción contra el narcotráfico; indiferentes a lo que el mundo ya ha observado, en cuanto a que la “guerra contra las drogas” liderada por los EE. UU. fortalecen la buena salud de su producción, circulación y consumo, al tiempo que robustecen las cuentas particulares de mafiosos, miembros de la fuerza pública, políticos, jueces y funcionarios de Estado en todo el planeta. Los mismos EE. UU. dependen para el sostenimiento de su economía de los 500.000 millones de dólares que anualmente entran en sus circuitos financieros a través de lavaderos de dinero como J.P. Morgan, Chase Manhattan, Citibank, Western Union o Bank of America Corp.
El uso de artificios como los mencionados, propende por encubrir el progresivo incremento de la guerra interna contrainsurgente en Colombia, al tiempo que contar con un pretexto para agredir y presionar a otros países de la región, cuyos recursos energéticos Estados Unidos desea controlar.
La reunión de la vicepresidenta con el secretario de Defensa de EE. UU.
fue antecedida por la nominación del nuevo embajador de los EE. UU.
y excoordinador del Plan Colombia el pasado 2 de mayo
En ese contexto, a inicios de mayo se reunieron en el Pentágono el secretario de Defensa de EE. UU., Patrick Shanahan y Marta Lucía Ramírez. Las condiciones de dicha reunión no eran las mejores. La vicepresidenta llevaba a cuestas el señalamiento que Donald Trump había hecho semanas antes sobre el aumento del negocio de las drogas durante el gobierno Duque, y con él, el fantasma de la desertificación. El encuentro giró en torno a los presupuestos y estrategias para la lucha contra el narcotráfico. Según Shanahan, se habló de recursos, personas, entrenamiento, dinero, ventas de equipos militares y por su puesto de la crisis en Venezuela.
Dicha reunión fue antecedida por la nominación, e inmediata aceptación del nuevo embajador de los EE. UU. y excoordinador del Plan Colombia el pasado 2 de mayo.
Experto en “intervenciones militares humanitarias” y en fragmentar estados, Goldberg fue oficial del Departamento de Estado de EE. UU. en Bosnia, participó activamente en el conflicto entre los separatistas albaneses y las fuerzas serbias y yugoslavas. Evo Morales lo caracterizó como "experto en alentar conflictos separatistas", antes de expulsarlo de Bolivia en el 2006 por conspirar abiertamente junto a Branko Marinkovic, cabeza visible de la secesión en el departamento de Santa Cruz.
EE. UU., incapaz de triunfar en guerras de ocupación territorial, ha hecho del separatismo un mecanismo para recuperar el control sobre riquezas naturales o regiones estratégicas. Por eso no fue el azar lo que llevó a Goldberg de Kosovo a Bolivia, ni tampoco es que regrese hoy a Colombia.
En la peligrosa coyuntura con Venezuela será un canciller en la sombra que acelerará los planes conspirativos contra ese país, promoviendo una amenaza militar directa y multilateral, que pasa por la eventual división del territorio bolivariano a través del impulso de procesos separatistas para controlar y separar de Caracas, a la muy rica en recursos Media Luna Venezolana.
Las llamadas guerra contra las drogas e intervención humanitaria, se materializan exactamente en su contrario. En el caso que nos ocupa, un estado paralelo en Venezuela, propendería por beneficiar no solo el apetito saqueador de las multinacionales de EE. UU. y los intereses económicos del régimen colombiano, sino que buscaría reactivar rutas del narcotráfico a través del Golfo de Maracaibo, que desde que Hugo Chávez en el 2005 rompiera relaciones con la DEA, habían quedado prácticamente clausuradas.