Mientras con gran regocijo se realiza la Feria Internacional del Libro de Bogotá y las cifras muestran que en Colombia se lee más, como paso importante en la vía hacia un mundo más tolerante, los hechos de barbarie se resisten a dejar avanzar hacia la sociedad de derechos en la que todos puedan celebrar la vida. Dos hechos, uno de Estado y otro de particulares, provocan la zozobra y refuerzan el temor, como señalando que el camino hacia la paz está brutalmente obstaculizado por una patología de horror todavía presente, que la inteligencia humana racional y emocionalmente estable no logra comprender.
Los dos casos producen vergüenza, repudio y dolor colectivo por el bloqueo al proceso de humanización para vivir sin temor ni humillaciones. Con aberrante grado de sevicia y odio, el Estado cometió un crimen contra un adversario que había confiado en él para reafirmar su compromiso con la paz. El crimen refuerza el mensaje de que el gobierno no está conforme con la paz pactada y que no quiere justicia sino venganza, porque del seno de las fuerzas militares no se ha ido el espíritu de cambio de doctrina, y los altos mandos civiles y militares aún persisten en continuar la guerra sin reglas contra el enemigo interno, que puede ser un estudiante, un excombatiente, un campesino, un indígena, un afro, en fin, un excluido del poder hegemónico, un otro, un distinto, un ajeno, un nadie. Con una sevicia similar, un particular cometió otro hecho de horror contra su propia pareja. De los informes preliminares de prensa y medios se pueden extraer descripciones que concluyen que está vigente el horror.
Los dos hechos conectan un modus operandi, una manera de pensar y actuar basada en el odio. En el primer caso, el Estado es el responsable. Un grupo militares, en el Catatumbo (sur de Santander), que el gobierno pretende convertir en territorio de experimentación de la nueva guerra, tomó por asalto a un ciudadano (Dimar Torres), un excombatiente campesino. Lo desapareció, torturó, mutiló su cuerpo, lo asesinó a sangre fría en estado de indefensión, cavó una fosa para esconder el cuerpo y luego inventó la increíble historia de un accidente. El episodio llegó a los medio con la voz del ministro de la defensa, cuya versión desorientaba difundiendo que un particular había intentado quitarle el arma a un cabo del ejército y en el forcejeo había ocurrido un disparo accidental.
Lo no pensable era que volviera a ocurrir un crimen con tal grado de sadismo y humillación, cuando se creía superada la era de los falsos positivos (crímenes de estado en el nivel de ejecuciones extrajudiciales contra población civil indefensa) que alcanzó cifras superiores a los 5000 casos ya documentados y más de 15.000 en investigación en el gobierno de la seguridad democrática. Este nuevo hecho causa vergüenza ante la comunidad internacional, las sociedades democráticas, los partidos políticos, la academia y la sociedad en general, porque el lamentable hecho no puede atribuirse a la voluntad individual de un uniformado desquiciado o enfermo, fue resultado de un complot, de una asociación entre mandos y soldados presentes en el lugar, que gozaban de perfecto estado físico y mental, para quienes cometer este tipo de actos puede ser parte de una doctrina, un sentimiento, un mandato o una tarea. A pocas horas del crimen, el presidente prefirió crear otro enemigo y desviar la atención, llamando a la sociedad y a las mismas fuerzas militares a perseguir a otro excombatiente (el paisa, protegido por los acuerdos de paz), convirtiendo su llamado en una sentencia de muerte y extralimitando su mandato al ejercer funciones propias del sistema de Justicia Especial de JEP, al que se opone abiertamente y del que trata de impedir su actuación autónoma como garante de la implementación de los acuerdos de paz, que tienen rango constitucional.
El hecho es un crimen internacional y debe ser juzgado de manera inmediata con el rigor de las reglas del derecho internacional humanitario y los responsables materiales e intelectuales puestos a disposición de jueces imparciales, por ser un crimen de lesa humanidad, del cual el responsable político es el mismo presidente de la república y que compromete al ministro de defensa, cuyas declaraciones crean confusión. Es un crimen de Estado, no un hecho aislado entre particulares.
El segundo hecho, tan aberrante como el primero, sigue un modus operandi similar. El hecho fue producido por un particular y hace parte de la cotidianidad de un país al que parece negársele institucionalmente su anhelo de abandonar la violencia y salir de la barbarie. Un hombre (que recibió formación castrense como policía durante cinco años), de manera deliberada raptó, desapareció, asesinó, descuartizó e incineró a su pareja, una mujer con formación policial de origen chileno. El execrable crimen define un feminicidio, en el que la víctima fue engañada por su victimario que la trajo a un país extranjero para ella, la convenció de tomar un seguro de vida del que él era su único beneficiario y una vez puesta en condiciones de debilidad por el desarraigo y apartada de su entorno social y familiar a merced de su pareja, en quien confió, fue asesinada. El victimario en su formación doctrinaria muy seguramente aprendió a despreciar la vida humana y le resultó fácil convertir a su propia compañera sentimental en una enemiga que podía ser aniquilada y así lo hizo.
Los dos hechos traducen un espíritu nazi vigente, que agrieta las bases de la confianza entre el estado y la sociedad y entre particulares, con lo cual gana la barbarie, que impide la convivencia y la humanización del país. Los mensajes de odio y miedo a regresar al horror ya vivido, combinados como fórmula de gobernabilidad hacen pensar que el país podrá terminar destruido, mutilado, castrado, descuartizado y sometido a la degradación y el horror.
Posdata: El nazismo está vigente y solo las luchas en defensa de la dignidad pueden derrotarlo. Esta es una conclusión de Entre el nazismo y la dignidad, que es mi último libro, expuesto en la Feria del Libro de Bogotá, stand 145 de la UPTC, segundo piso, pabellón de universidades.