La ciudad despierta tímidamente bajo su eterna y acuosa membrana. A las siete de la mañana nos espera Andrés González, historiador local, quien durante treinta años ha recorrido y develado los encantos secretos del centro de Bogotá: conoce los vericuetos para moverse con seguridad en la zona, y atesora datos sorprendentes de las emblemáticas iglesias de la Bogotá Colonial.
El recorrido se prevé prometedor. González ha frecuentado todos los templos del centro, en repetidas ocasiones, y se ha ofrecido como guía en este intento por redescubrir la simbología que cuenta fantásticos episodios de la vida de la capital de Colombia.
Señales y códigos, relatos en torno a la religiosidad popular, de cristos, vírgenes y santos milagrosos, en medio de una alucinante fusión de estilos arquitectónicos, un recorrido por las iglesias que han sobrevivido a los años, a incendios y persecuciones, historias ocultas, non sanctas, protagonizadas por miembros de la realeza, religiosas en fuga de conventos, falsos monjes, artistas proscritos, con el entorno de la pacata ciudad colonial.
A la particular expedición se ha unido Diego Téllez, fotógrafo colombiano especializado en naturaleza y arquitectura, que está decidido a congelar con su poderosa cámara Nikon D- 850, el esplendor de un pasado que se resiste a desaparecer.
La carrera séptima con calle trece, es quizá una de las coordenadas con más historia de Colombia: muy cerca se desató el Bogotazo, episodio que marcó a la urbe con la muerte del célebre Jorge Eliécer Gaitán, y la revuelta que causó muerte y destrucción.
Esta esquina, reúne los sonidos e imágenes recurrentes en el centro bogotano; con sus vendedores de libros y pelis piratas, réplicas de zapatillas de todas las marcas, camisetas del club de fútbol Los Millonarios y del Barca, pomadas de marihuana para músculos trabados y antenas que prometen llevarte gratis la tele 4k a casa, entre otros bálsamos poderosos y trebejos domésticos, que incontables, se atiborran sobre los adoquines de esta caótica galería callejera.
San Francisco
La primera parada es la Iglesia de San Francisco de Asís. Ha empezado a llover, el dueño del puesto de sombrillas se entusiasma, los demás vendedores recogen sus mercancías en un revuelo de cosas que, a las carreras, se guardan en fundas, costales y viejas maletas hinchadas como panzas de burro.
Ingresamos de carrera al famoso templo fundado en 1595, de acuerdo con la inscripción grabada en la placa de la entrada, que luce barnizada por la lluvia.
“Aquí vive una pequeña imagen del Señor Jesucristo a la que le crece el cabello”, sentencia una doña que vende estampitas del crucificado a la entrada del templo. El sagrado recinto en semipenumbra y bañado tibiamente por la luz dorada que rebota del altar mayor, desde el presbiterio profusamente decorado, y cubierto de imágenes de santos y mártires, nos pone en guardia con la solemnidad y el pasado de dichos aposentos.
El profesor González agrega que la presencia de relatos extraordinarios de revelaciones y milagros trasciende a instancias de la tradición oral heredada por siglos entre los feligreses, y hacen parte de la visita a iglesias y templos bogotanos, señala que “cuentan de una vida distinta, cuando a la calle real se llegaba en carruajes tirados por caballos, y se entraba de rodillas a la iglesia”.
Ahora solo se ven deportistas en bicicleta, y skaters que improvisan acrobacias en la convulsionada carrera séptima.
Un lustrabotas que se persigna al ingreso, deja en el ambiente su penetrante traza de olor a betún, y se arrodilla frente a una figura del nazareno que se exhibe en una urna de cristal de unos treinta centímetros. Tiene una cabellera que se ve muy natural y le llega a la cadera:
“Yo llevo veinte años viniendo a esta iglesia y eso de que le crece el pelo a Cristo es un mito, se lo digo yo que soy devoto del Señor de la Agonía. Ahora lo que sí le puedo decir es que a mí me ha hecho milagros, especialmente con mi salud”.
El testimonio pertenece a don Carlos Velandia, quien se presenta como embellecedor de calzado y nos aterriza frente a las versiones del crecimiento del pelo. “Aquí hasta el aire huele a viejo”, sentencia Velandia mientras se pierde en medio de la feligresía bajo la tenue luz, el aroma a incienso y las refulgencias procedentes del pan de oro que cubre las figuras religiosas.
Muros, capiteles y capillas están decoradas con la impronta barroca. El presbiterio, profundo y con figuras que sobresalen de los muros, así como la armadura, de estilo mudéjar, son los espacios más sobresalientes.
La preciosa voz del barítono que acompaña la misa, y los acordes del órgano de tubos, enmarcan ese periplo de los años de la Colonia, cuando los franciscanos fundaron este templo que es ícono de la ciudad.
Entre las imágenes de santos y cuadros bíblicos, se destacan las pinturas del artista de la Nueva Granada, Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, el más representativo de la época colonial. Manuel Bermúdez, veinte tantos, flaco, con rastros de trasnocho en sus ojos, y quien adelanta su tesis de grado de arquitectura sobre los estilos del pasado que persisten en la capital, se acerca para entregar su aporte: refiere que el cuadro más importante es El Juicio Final, situado en la nave derecha del templo, al tiempo que recuerda la colorida historia del pintor de marras.
El hecho, que habría ocasionado el ocaso de su carrera como pintor preferido por los altas jerarcas del Estado y de la Iglesia, tiene tintes novelescos, comunes con la novela el Monje de Matthew G. Lewis (1796), y da cuenta de la participación de Vásquez de Arce y Ceballos como confidente y cómplice del oidor don Bernardino Ángel de Isunza y Eguiluz, quien en un momento de desespero decide sacar del convento de Santa Clara a su amada doña María Teresa de Orgaz para darse a la fuga.
Vásquez de Arce y Ceballos habría tenido un papel clave, primero como mensajero entre la joven y el representante de la Colonia española, en razón a su condición de pintor, de los sitios religiosos y la aunada posibilidad de ingresar y salir constantemente del claustro.
Igualmente fue señalado de haber facilitado la fuga de los enamorados, por lo que él también tuvo que escapar. El profe González, aplicado investigador de la ciudad, va más lejos y refiere que Arce se refugió en Monguí, pequeña población del departamento de Boyacá, donde realizó algunas pinturas simulando ser un monje anónimo con facultades para el dibujo.
“Su perdición fue haber firmado uno de los cuadros, porque así fue como lo identificaron, lo llevaron a Santa Fe para el juicio, y finalmente, en medio de tanta persecución, cayó enfermo de problemas mentales hasta que falleció en 1711”.
Aunque la versión pareciera producto de la fantasía, tiene respaldo bibliográfico, entre los que vale mencionar la obra de Gregorio, la biografía de mayor rigor histórico del también pintor Roberto Pizano, considerada en los círculos del arte, y la historia de Bogotá como el libro más importante sobre Arce y Ceballos.
Las Nieves
Basta caminar cuatro cuadras desde la carrera séptima con calle 19, para encontrar una joya de la arquitectura capitalina, con evocaciones de oriente, por su influencia bizantina. La placa conmemorativa, que se encuentra a la entrada, indica que la primera ermita levantada en el lugar se remonta a 1585, construcción que sucumbió a un incendio de 1594 por lo que estuvo reconstruida sobre 1643 para recibir a la feligresía hasta 1917, cuando nuevamente terminó en ruinas, en esa oportunidad, por la afectación que dejó el famoso terremoto que por aquellas calendas vivió Bogotá.
Con estos antecedentes de devastación, ingresamos a la actual edificación, inaugurada en 1923. En la calle ha quedado el olor acre del orín, que esta mañana cubre los basamentos de la imponente edificación. Antes de las diez de la mañana, hora de la primera celebración, los visitantes se detienen frente a los vitrales.
La luz filtrada por el color de los cristales, se descompone al interior del templo dando especiales proporciones al mobiliario, a la imagen de a la Virgen de las Nieves, y aportan una sensación de intimidad.
Según las anotaciones del buen Manuel Bermúdez, y que tienen respaldo en las guías de santuarios que se venden al frente, en la emblemática plaza del mismo nombre, los vitrales de los santos Pedro, Simón y Santiago el menor, son obra del vitralista español Mario de Ayala Moya.
La especial atmósfera, vestida por los aromas del incensario que uno de los acólitos mece en movimiento pendular desde el altar mayor, enmarcan un momento de contemplación del aporticado de medio punto de las naves del templo, de las pinturas de la última cena y el fabuloso órgano situado en el coro.
San Agustín
La siguiente parada es la iglesia de San Agustín, ubicada a una decena de cuadras de la anterior; en la calle sexta con carrera séptima, frente al palacio presidencial y construida, hacia 1606. Al ingresar, la sensación es cercana a la que se experimenta en San Francisco.
El lugar huele a cera, y lo primero que capta la atención es la sobria silletería del Coro, que data del siglo XVII, de acuerdo con los inventarios existentes, y repetidos por algunos guías improvisados que acompañan a pequeños grupos de turistas que iniciaron su recorrido en el vecino sector de la Candelaria.
En silencio, nos unimos a los forasteros, encantados con este viaje en el tiempo hasta los días en que Colombia era llamada Nueva Granada. El joven guía, habla con la típica musicalidad del bogotano de antaño y recuerda que la iglesia fue uno de los principales objetivos de la ley de Desamortización de Bienes de Manos Muertas (1861), promulgada por el presidente Tomas Cipriano de Mosquera, una directriz presidencial traducida en la expropiación de este lugar santo a los agustinianos, quienes vieron cómo su iglesia se transformó en batallón militar.
“Su coro precioso, es el único completo de la época Colonial… La iglesia fue sometida a restauración en 2016, recuperó el esplendor de sus pinturas y decorado, especialmente la figuras en madera, los retablos conservan el tono dorado propio de la hojilla de oro”, señala el guía ante el asombro de los visitantes, que intentan tomar selfies frente al a las pinturas, especialmente las de las mártires que se distinguen por la palma del martirio.
Beatas y santos parecen saludar en medio de una profusa ornamentación: Su artesa mudéjar, y los entablamientos acaparan la atención. Aquí es posible ver el horror de las almas atormentadas, en una magnífica talla de total realismo.
Un grupo de penitentes que se ahogan en lava llameante, con ojos suplicantes, intentan alcanzar las piernas de Nicolás de Tolentino, el primer agustiniano declarado santo, el patrono de las almas del purgatorio.
Desde un retablo, un león te saca la lengua, de otro vértice surgen rostros con racimos de uvas que salen de sus bocas; todo aquello ocurre bajo un vapor de óleos sagrados , y ante la mirada omnipresente del cuadro de San Agustín.
La Candelaria
Apenas a unas cuadras de San Agustín, en un trayecto que se puede hacer caminando para disfrutar de la arquitectura colonial del barrio La Candelaria, está la iglesia del mismo nombre, cuya fundación se precisa en el año de 1635, aunque su terminación se da hacia 1703, de acuerdo con la primera placa que se conserva.
Si en el anterior templo sorprendían las tallas y cuadros, en Nuestra Señora de La Candelaria el protagonista es la bóveda que exhibe una serie de frescos, entre los cuales están algunos de la autoría del célebre Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, así como de Pedro Alcántara Quijano, otro relevante artista de la Nueva Granada.
Aquí hay mucho silencio y la toma de fotografías es restringida como lo advierte uno de los custodios del templo, quien nos sugiere adquirir, en el despacho parroquial y por tan solo cinco mil pesos (menos de dos dólares), una completa guía que nos servirá para entender algunos secretos de esta joya de arquitectura colonial con su piso enladrillado y su pictórico cielo raso.
A falta de guía en persona, en cuanto el experto que nos ilustró sobre San Agustín, se ha refundido con su séquito de turistas en un restaurante hipster ubicado una cuadra atrás, los datos del bolsilibro, y la memoria privilegiada del profe González confirmarán que uno de los frescos del techo corresponde a Vicente de San Antonio y Francisco de Jesús, dos ilustres y poco conocidos mártires de la iglesia, quienes luego de propagar la fe en las Filipinas fueron capturados y sometidos a tortura hasta fallecer, en el Japón.
El fresco central representa La Purificación de la Santísima Virgen y la Presentación del Niño Dios en el templo, y uno más representa a San Agustín adorando la Eucaristía.
Caminando, hacia el fondo, en silencio, se encuentra el altar mayor, elaborado en el siglo XVIII y, a los costados, los altares laterales dan cuenta de una práctica propia de la Colonia cuando se realizaban misas simultáneas ante la cantidad de feligreses.
El efecto de las pinturas sobre muros y en la bóveda, que fueron restauradas en una intervención adelantada en 2005, hacen de la iglesia de Nuestra Señora de La Candelaria, un sitio único que invita al recogimiento.
A diferencia de otras iglesias del centro de Bogotá, advierte un ambiente de moderación, retablos menos decorados, una estética de austeridad, de lo simple y bello, un equilibrio entre las imágenes, el componente pictórico, y paredes que se conservan blanquecinas.
Sagrada Pasión
La travesía hacia la Iglesia de la Sagrada Pasión es una experiencia de contrastes, casi surrealista. Se sitúa sobre la calle 14° con carrera 17, muy cerca del viejo edificio de los Ferrocarriles Nacionales. El aire es un humo pegajoso apenas respirable.
Un puñado de hombres ríen y tiemblan al tiempo que fuman marihuana a un costado del histórico Colegio de la Salle; otro, de ojos inyectados de sangre, intenta fabricar una pipa con el tubo metálico de un esfero. Las miradas son vacías, estos seres apenas caminan en medio de su frenético ritual de consumo, como en una procesión siniestra.
La imagen se repite todos los días, según refiere don Carlos Moreno, el vigilante del parqueadero al que logramos llegar ilesos, luego de pasar esta calle que parece extractada del viejo Bronx, el famoso sector de droga y muerte que por años fue la vergüenza de la ciudad.
Apenas a media cuadra de la deteriorada callejuela donde se resume la sordidez de los bajos fondos de esta metrópoli, se erige la bella iglesia de la Sagrada Pasión. Pintada de rosa, luce finos mármoles de la misma paleta y con la marca personal del reconocido Giovanni Buscaglione, un arquitecto y hermano salesiano de origen italiano quien aportó los planos. “Él dio sus primeros pasos en Esmirna y Constantinopla, territorios donde seguramente cultivó un estilo de fusión del Gótico al Romano, incluso lo Bizantino”, acota el profesor González.
Ante nosotros se ofrece una maravillosa fórmula constructiva que está presente en este tesoro oculto en medio de paisaje urbano que integra el esmog de camiones, la vocinglería de vendedores ambulantes y de los zombis que deambulan en las fronteras de la iglesia que se culminó hacia 1948.
El sacerdote Jairo Sterling, un hombre joven de cabello hasta la cintura, nos invita a escuchar la misa y abre las puertas para registrar cada detalle del templo, una pieza constructiva que resume estilos arquitectónicos y formas simbólicas que aluden a la pasión de Jesús, una bella rareza en ese sector de Bogotá, rodeado de ferreterías, bodegas o herrumbrosas casas de inquilinato.
El padre indica que no ha sido difícil levantar la iglesia. Él madruga todos los días a avivar e incrementar la feligresía. El ambiente es de optimismo: “Esta iglesia sirvió de refugio a las personas que huían de la violencia derivada de del Bogotazo. Acá salvaron sus vidas y muchas personas lo recuerdan… poco a poco vamos reuniendo más personas en las celebraciones”.
Para la primera misa de domingo se han llenado las tres primeras bancas que reciben una fresca opalescencia. Arriba, enmarcando la bóveda, los cuatro evangelistas en alto relieve custodian la celebración litúrgica, y dan testimonio del alto vuelo estético de la edificación, decorada en cada una de sus columnas y arcos con la corona de espinas y los tres clavos, íconos de la pasión de Jesús.
El escudo pasionista, flores, ornamentos, rostros de ángeles, círculos con cruces en el centro; la referencia gráfica se sustenta en una leyenda según la cual este símbolo surgió luego que San Patricio, en medio de una predicación a un pueblo pagano, quienes le mostraron círculos que representaban a la diosa Luna, decidió pintar una cruz en el centro, dando origen a la primera cruz celta de esas características.
El relato pertenece a un ayudante de la parroquia, y responde a la lógica del recorrido por cinco templos representativos; donde los propios feligreses o visitantes frecuentes, como estudiantes y profesores amantes de la historia, la religión y la arquitectura, se encargan de desentrañar los arcanos de estos fascinantes y preciosos tesoros de Bogotá.