Soy usuario habitual del sendero de Monserrate, como peregrino, deportista y turista ecológico. Tengo, pues, elementos de juicio para opinar sobre las luces y las sombras de la administración eclesiástica y distrital de este pulmón espiritual y naturalista de Bogotá. Reconozco la pulcritud del Santuario, el aliento de las celebraciones y las confesiones, la proyección social de las ofrendas, la rápida rehabilitación del teleférico, los puestos de salud en la cumbre, la presencia tempranera de la Policía, el mantenimiento del camino con la limpieza permanente, la rapidez con que fue retirado el árbol que atravesó sobre el camino de la planicie el fuerte aguacero del Miércoles Santo… pero insisto en que el cuidado por parte de la alcaldía tiene que ser aún más acucioso (no se entiende, por ejemplo, la larga demora para reparar una de las registradoras) y en que la Policía debería tener un papel más proactivo, de orientación y de control (insistiendo en las filas indias de la subida y la bajada, pues el recorrido agarrados de las manos o en manadas, así sean familiares, complican el tráfico; impidiendo el uso de sustancias psicoactivas, y de radios y equipos de sonido que hieren el ambiente de silencio al que tienen derecho los demás, como se hace estrictamente en los lugares comunes de las ciudades más importantes del mundo).
Lo que acaba de suceder este Viernes Santo exige a gritos una mejor coordinación del Instituto Distrital de Recreación y Deporte y del Medio Ambiente: muy notable la presencia de los brigadistas, pero dando orientaciones con timidez, como pidiendo permiso, mal informados y sin conexión directa, por falta de sistemas de comunicación, entre las diversas ubicaciones; muy oportuna la línea divisoria del falso túnel para el doble flujo (oportuno y posible hasta eso de las 7:00 a.m.), pero podría haberse establecido en las vueltas de los caracoles; ilustrativo el perifoneo de la entrada pero exageradamente repetitivo, tiene que ser “contextual”, es decir, en los puntos más álgidos y para los avisos que las circunstancias vayan requiriendo; parecía que la presencia de los policías, los brigadistas, los auxiliares de salud, no tuvieran ninguna conexión.
El liderazgo y la articulación habrían podido evitar la demora en obligar el descenso por los Tanques del Silencio, el cierre de la subida cuando todavía había mucha gente en ese plan y se justificaba su anhelo por las horas de las celebraciones, y sobre todo el altísimo riesgo de un regreso masivo, por ambas rutas en horas de la noche, cuando la inseguridad se siente a sus anchas, con ancianos y niños atravesando peligrosamente la Circunvalar. El problema no son las aglomeraciones sino el liderazgo: no habría límites para que suba todo el que quiera, con la espléndida bajada por los Valles del Silencio y el Pico del Águila. Otra inquietud para una administración gerencial: la ciudadanía esperaba que el largo cierre que siguió a las amenazas de derrumbes, hace algunos años, nos iba a sorprender con puestos de venta, de gusto y armonía, para evitar el anárquico dominio de los espacios públicos, y con servicios sanitarios, anticipándose a los que comienzan a pulular en el punto medio (pueblito), con instalaciones desastrosas para la pureza y la sostenibilidad de los barrancos y las rocas.