Duque, entre el autoritarismo guerrerista y la demagogia pacifista

Duque, entre el autoritarismo guerrerista y la demagogia pacifista

"Algo no le funciona al presidente. No se ha podido acomodar. Pareciera que el legado de Uribe y Santos le pesara, tanto que no puede mirar hacia adelante"

Por: Fernando Dorado
abril 12, 2019
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Duque, entre el autoritarismo guerrerista y la demagogia pacifista
Foto: Twitter @IvanDuque

El débil arranque del gobierno

El pasado 7 de abril se cumplieron 8 meses de la administración Duque. En las últimas 6 décadas no se había visto un arranque tan débil de un gobierno en Colombia. Los presidentes del Frente Nacional no tuvieron problemas porque se apoyaban en un pacto bipartidista. Alfonso López Michelsen y Belisario Betancur fueron quienes vivieron momentos delicados; el primero, con el paro cívico de 1977 y, el segundo, con la toma del Palacio de Justicia por el M-19 en 1985. Pero su inicio no fue tan frágil como el presente.

La situación política del presidente Duque no es dramática ni está al borde del caos. No obstante, si no realiza oportunamente los ajustes que le permitan construir una gobernabilidad aceptable, el país podría verse sometido a una coyuntura en la que la ciudadanía perciba a un gobierno sin identidad y sin norte. Así, se corre el peligro de que un hecho no previsto o un “cisne negro”, como lo denomina Nassim Taleb en su famoso libro[1], desencadene una situación de inestabilidad que ponga en riesgo la continuidad del gobierno.

¿El pasado no perdona?

Algo no le funciona al presidente Duque. No se ha podido acomodar. Pareciera que el legado de autoritarismo guerrerista de los ocho años de Uribe y de demagogia pacifista de los dos períodos de Santos pesaran tanto que no puede mirar hacia adelante y vacila ante el futuro. Y esa inseguridad en un gobernante no es la mejor condición para un país que empieza a sentir presiones externas que han sido creadas por la impericia del novel presidente.

Ahora bien, es normal que un país que intenta consolidar el proceso de terminación de un conflicto armado de 70 años —contando desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán— tenga dificultades para pasar la página y construir un ambiente de paz y reconciliación entre sus ciudadanos; pero todo indica que se necesita un gobernante que represente la unidad de la Nación y transmita autoridad y confianza en cada acto de gobierno que ejecute.

El caso del presidente Duque es preocupante. Durante la primera etapa, entre agosto y diciembre de 2018, no obtuvo ningún logro tangible, no cumplió con el pacto anticorrupción y sus iniciativas legislativas no fueron aprobadas. La reforma tributaria terminó siendo una “ley de financiamiento” que poco recauda y escasamente financia. No construyó una coalición de gobierno y creó malestar entre los partidos que lo apoyaron en su elección.

Un poco de aire que no duró mucho

El atentado terrorista del 17 de enero le dio un respiro al gobierno. Ese hecho se produjo cuando la presión contra el Fiscal General estaba en su mayor furor. El presidente Duque aprovechó la situación para romper los diálogos con el ELN y desconocer los protocolos con gobiernos de países garantes y, alentado por ese pequeño empuje, se puso al frente del Grupo de Lima e impulsó el “cerco diplomático” para derrocar al presidente Maduro. Luego, presentó las objeciones a la Ley Estatutaria de la Justicia Especial de Paz JEP, que fue interpretado como un ataque a los acuerdos de paz por la opinión pública.

Ese aire el presidente Duque lo dilapidó rápidamente. Todas las acciones realizadas para acorralar a Maduro, incluyendo un viaje a Washington, no obtuvieron el resultado previsto. Además, después que consiguió apoyo para el trámite inicial del Plan Nacional de Desarrollo mediante presiones non sanctas sobre algunos parlamentarios, hecho que fue rechazado y denunciado en una publicitada columna por Germán Vargas Lleras en El Tiempo, la mayor parte de los partidos políticos se unieron en contra de las objeciones a la JEP.

La Minga Indígena y las vacilaciones del gobierno

Después viene el tire y afloje con la Minga Indígena. Durante 26 días estuvo bloqueada la única carretera que facilita el comercio internacional con el sur del continente causando grandes traumatismos y graves pérdidas económicas a la población del suroccidente colombiano. El gobierno dilató las negociaciones, usó la misma táctica de desgaste que utilizó con el paro universitario, pero ante lo extendido del bloqueo quedó en la retina del público una sensación de desgobierno.

Duque no se atrevió a despejar la vía por la fuerza como se lo exigía el expresidente Uribe y su partido. El argumento uribista era que la protesta estaba infiltrada por terroristas. Después de casi un mes el gobierno logró desactivar el conflicto mediante un acuerdo razonable, sin exponer recursos o promesas que no pudiera cumplir, lo que presentó como una actitud responsable que lo diferenciaba de anteriores gobiernos. Además, se comprometió a ratificar ese acuerdo en un diálogo público con los “mingueros” en el municipio de Caldono (Cauca).

No obstante, la forma como se remató esa faena no fue la mejor. Todo estaba preparado para que el presidente se encontrara y escuchara a los líderes sociales, hiciera un ejercicio de autoridad dialogante de frente a la comunidad indígena y al país, lo que hubiera sido un acto de independencia frente a las presiones de su mentor.  Pero no fue capaz. Permitió que de nuevo se atravesara el Fiscal General, quién anunció con bombos y platillos un supuesto plan terrorista para atentar contra la vida del presidente, que frustró el encuentro con La Minga.

Las banderillas de Trump

A los acumulados negativos se sumó la actitud del presidente Trump. El mandatario estadounidense primero regañó a Duque por no haber hecho nada por los EE.UU. en la lucha contra el narcotráfico, y ahora, acusa a Colombia de estar enviando pandilleros y criminales a ese país, colocándonos al lado de países centroamericanos como Honduras y Guatemala. Tal actitud se parece a la de un patrón que ante la ineficacia de su trabajador lo amonesta públicamente por no lograr los resultados programados.

El gobierno ha reaccionado usando el espejo retrovisor acusando al gobierno anterior del crecimiento de los cultivos de uso ilícito, pero lo hace pensando más en el auditorio interno que como respuesta al furibundo presidente estadounidense que utiliza ese tema para apalancar su campaña por la reelección.

Contradicciones evidentes

Cuando la guerrilla más poderosa de América Latina, acusada de ser el cartel del narcotráfico más grande del mundo, se ha desarmado y desmovilizado, es inconcebible que unas disidencias armadas se muestren con la capacidad de fuego para impedir que el primer mandatario intervenga ante miles de personas en la plaza pública de cualquier pueblo.

Cuando los presidentes Duque y Piñera, el secretario general de la OEA y miembros del Centro Democrático, se conciertan en Cúcuta para alentar a centenares de “guarimberos” para atacar la fuerza pública del vecino país, no se entiende cómo ante la protesta de las comunidades caucanas se plantee que ante las “vías de hecho” no se puede ceder ni dialogar.

Cuando el país está esperando que el presidente que prometió superar la polarización se empeña en desprestigiar una institución (JEP) creada por los acuerdos de paz y el Congreso y respaldada por la Corte Constitucional, no se comprende que el gobierno siga mirando hacia atrás y se obsesione con un tema que ya fue superado por el grueso de la población colombiana.

¿Qué hay detrás de la actitud del gobierno Duque?

Todo indica que detrás de las objeciones a la JEP existen intereses que superan al mismo presidente Duque. Las presiones del embajador Kevin Whitaker sobre parlamentarios y magistrados dejan ver hasta qué punto el gobierno de los EE. UU. está interesado en el asunto. Así mismo, el expresidente Uribe teme que ese órgano de justicia se fortalezca y opere con diligencia y eficacia. Los crímenes cometidos por empresas nacionales y extranjeras y por agentes del Estado durante el auge del paramilitarismo (2002-2010) parecieran querer ser ocultados sin importar que empresarios, militares y funcionarios comprometidos obtengan (o no) los beneficios por revelar la verdad ante la Justicia.

Por ello, no es casual que el Fiscal General haya terminado siendo la ficha más importante en el entramado institucional que rodea al presidente. Fue pieza central en la forma como se comprometió a Jesús Santrich con el supuesto delito de narcotráfico que lo tiene al borde de la extradición; fue clave para desentrañar en pocas horas el atentado terrorista de enero; fue el principal teórico jurídico de las objeciones a la JEP y, ahora, su denuncia pública sobre el pretendido atentado contra el primer mandatario impidió el diálogo con La Minga.

A estas alturas, el gobierno tiene un panorama incierto que tiene como principal causa no haber podido diseñar una agenda y una dinámica independiente de su partido CD y de su mentor Uribe. Los pataleos para impedir el rechazo en la Cámara y en el Senado a las objeciones a la JEP van a dejar heridas que no van a ser fáciles de restañar en el futuro.

Preguntas necesarias

¿Vamos hacia un estado de tensión que ponga en peligro la estabilidad del gobierno y de las mismas instituciones? ¿Detrás de bastidores habrá intereses oscuros manejando los hilos para conducirnos a escenarios de mayor desestabilización? ¿Quiénes le temen a la verdad y a la paz estarán utilizando a Duque como lo hacen con Guaidó en Venezuela?

¡Pronto lo sabremos!

[1] Taleb, Nassim Nicholas (2014). “El Cisne Negro – El impacto de lo altamente improbable”. Paidós.

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