Los colombianos no cabíamos de la dicha al saber que la postulación de Colombia para ser sede (por segunda vez) de la Copa América iba por muy buen camino.
Más felices estábamos cuando la Conmebol nos ratificó como sede del torneo más antiguo y prestigioso de América, solo comparable con la Eurocopa.
Nuestra Selección Colombia jugando en Bogotá, Cali, Medellín y Manizales era una hazaña. Todo excelente. Todo muy bien hasta que… la copa se rompió.
Decidieron los sabios del fútbol que la Copa América sería jugada en Colombia y Argentina, un país a 7.000 km de distancia, lo que se traduce en 8 horas de viaje por avión.
No tuvieron la prudencia de escoger un país fronterizo para acortar los agotadores viajes de las selecciones, cuyos jugadores vienen en su mayoría de Europa, sino que escogieron uno que queda en la tierra del fuego.
Allá... abajo del continente... en Argentina.
Si las fases de grupos de 6 selecciones, de las cuales clasifican 4 en cada país, se juegan en cada país, ¿dónde se van a jugar octavos, cuartos, semis y final?
No tiene nada de raro que la junta de sabios decida que el primer tiempo de octavos se juegue en Colombia y el segundo tiempo en Argentina.
O que un partido de semifinal se juegue en un país y el equipo que clasifique a la final se quede esperando a que el otro, en otro país, se meta un viaje de 8 horas para jugar en clara desventaja física la final.
O que si la final termina empatada, se juegue en tiempo suplementario en Colombia y el otro tiempo en Argentina...
O peor aún, si persiste el empate por puro agotamiento físico de los jugadores por tanta viajadera se vayan a penales…
Dictaminarán invocando la ley del equilibrio que un penal se patee en Argentina y el siguiente en Colombia y así sucesivamente hasta que resulte un ganador.
¡Qué horror!
¡Todo por el negocio! Nada para el deporte y su calidad.
Me iré a un bar, me sentaré en la barra y gritaré a pecho herido: "Mozooooooooo... sírvame la copa rota… y prenda el televisor".