Los estragos de los temidos pagadiarios

Los estragos de los temidos pagadiarios

Una serie de circunstancias desafortunadas, sumadas a la presión de las deudas, llevaron a que Miguel José, un vendedor callejero, terminara quitándose la vida

Por: WLADIMIR PINO SANJUR
abril 09, 2019
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Los estragos de los temidos pagadiarios

Los familiares y conocidos dicen que era un tipo normal, dedicado al comercio informal en la Calle del Cesar, donde vendía artículos varios. Él se ubicaba entre el Éxito del centro y las cinco esquinas. Todos coinciden en que era un hombre amable, saludable y amiguero.

Los comerciantes admiraban su capacidad de reinventar su negocio de acuerdo a la temporada que se estuviera viviendo: en diciembre vendía vendía ropa (pantalones y camisetas de precios cómodos) y juguetería, luego se cambiaba a útiles escolares y uniformes de colegios, dependiendo la emoción del torneo de fútbol colombiano vendía camisetas de Nacional, América y Junior.

Nadie sospechaba en aquellos días de abundancia cuál sería el desenlace de los amigos de la moto que lo visitaban todos los días a las cinco de la tarde. Ellos llegaban sin falta, se sentaban en el puesto de trabajo improvisado que tenía sobre la calle a mamar gallo. Luego de risas y tertulias se despedían con choques de manos.

Quién podía sospechar si quiera lo que ocurriría, más si cuando ellos llegaban, él traía gaseosas y panes, compartían, reían y dialogaban. Este rito se prolongó durante años. Ellos departían con él y luego se iban contando la paga. Mientras uno manejaba, el otro anotaba en las tarjetas el abono del día.

Lo curioso es que en medio de todo eso, las cosas no eran tan amigables: había discusiones, amenazas y decomiso de mercancías. Así el negocio comenzó a decaer, al punto de desaparecer por completo.

Hubo un día en que el vendedor de la Calle del Cesar no se apareció más por el sitio de trabajo. Las motos seguían llegando, indagando entre vendedores ambulantes y dueños de almacenes por el que durante mucho tiempo se mostró como su amigo.

Mientras en la Calle del Cesar se indagaba por la vida del vendedor de cacharros, en su casa se vivía otro drama: su mujer estaba en la UCI del Hospital Rosario Pumarejo de López con un cáncer que le había hecho metástasis en todos los huesos; su hija mayor, de apenas 16 años de edad, estaba en casa recién parida y sufriendo porque el papá no respondió por el niño; su otro hijo, de 12 años de edad, estudiaba pero pasaba mucho tiempo solo.

Entonces, valiéndose de su inventiva y gracias a la bondad de un amigo que le alquilaba la moto por 15 mil pesos diarios, salía a ganarse la vida como mototaxista por todas las calles. En sus trayectos huía de la policía y de los pagadiarios de la Calle del Cesar hasta que el universo conspiró en su contra: un día en la Glorieta de la Ceiba mientras transportaba un pasajero hombre (transporte prohibido), la policía le inmovilizó la moto.

Mientras que estaba en estas, llegaron dos motos más al retén de la policía: eran los pagadiarios, estos sí con los documentos en regla. Ellos lo montaron en una de las motos y lo llevaron a su casa. En horas de la noche, luego de recibir amenazas de parte de los pagadiarios e insultos de parte del dueño de la moto que le inmovilizó la policía, su hija le dio la noticia: “mamá murió a las 5 de la tarde, te he estado llamando pero no me contestaste”.

Cuando todos estaban haciendo diligencias en la funeraria y en la morgue para la entrega del cadáver, Miguel José caminaba en círculos en su casa de habitación, ubicada en el barrio El Páramo de Valledupar. Nadie puede dar fe de qué pasaba por su cabeza a esa hora, pero todos concluyen que debía estar pensando en su mujer, en la deuda de los gota a gota y en la moto del vecino que le fue decomisada por la policía.

En una cuna de madera, el nieto lloraba con gritos agónicos. La vecina del lado se alertó y fue a ver qué pasaba. Se cansó de tocar la puerta de madera y la lámina que servía de ventana en la casa de barro. Nadie respondió. El único sonido que se escuchó a esa hora, quizás en todo el barrio, fue el de la vieja pistola hechiza que soltó su estruendo de dolor y miseria.

Nadie en aquel barrio de Valledupar olvida Miguel José, el vendedor callejero de la Calle del Cesar, ni mucho menos a los pagadiarios que siguen llegando en sus motos haciendo amigos para al cabo de meses volver pateando puertas y amenazando a sus habitantes.

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