A principios de los noventa, entré en pánico cuando perdí todas las materias de los primeros parciales en el primer semestre de Comunicación Social en la Universidad de la Sabana. Una sensación de incapacidad y desesperanza se apoderó de mí. De hecho, estuve a punto de desistir y devolverme a la población del piedemonte llanero, aun cuando escuchaba los ánimos de los compañeros estrato mil (que hablaban perfectamente en inglés con los catedráticos) y la insistencia de los monitores de que debía tener un método de estudio —que francamente no entendía, ni le encontraba utilidad alguna, además de que me desesperaba perder el tiempo cuando me lo trataban de explicar, teniendo el afán de leer las voluptuosas fotocopias de Teoría de la Comunicación y Epistemología Filosófica, con catedráticos tan inolvidables como Clara Pardo y Olga Lucía Mejía—.
Ante las dificultades, siempre buscaba afanosamente la soledad. Intentaba huir con una sensación de inevitable derrota (seguramente por mi condición de hijo único). Los fines de semana caminaba horas interminables por el centro histórico de la Candelaria, en un intento de organizar mis ideas, en donde fluctuaba entre la posibilidad de devolverme a Yopal o encontrar la manera de “remontar” las desastrosas notas de los primeros parciales.
Un cierto día tropecé con un monumental edificio de una manzana (más de siete mil metros cuadrados), que tenía una fachada en mármol travertino romano. La entrada lucía ventanales en molduras de aluminio y puertas herculite. En el costado izquierdo se leía su nombre en letras negras de aluminio adheridas a la pared: “Biblioteca Luis Ángel Arango” (que recién se consolidaba como la primera biblioteca digital de Latinoamérica). Este fue el inicio de lo que sería una relación tan estrecha, tan íntima, tan plena, que sin ninguna duda perdurará hasta el final de los tiempos, cuando sus grandes espacios y sus orientaciones lumínicas (como describe Germán Samper) sean un refugio tranquilo y seguro a mi no tan lejana vejez.
Ese inesperado encuentro alejó de inmediato la incertidumbre y generó un inevitable afán por encontrar respuestas a mis tormentos académicos, que interpretó uno de los guías al señalarme en silencio una recién estrenada sala de búsqueda con computadores, que quedaba al descender unas escaleras cortas y estrechas en el también forrado en mármol primer piso (en contraste con los puentes y amplias escaleras que dan acceso a las diferentes salas de lectura y exposiciones en los seis pisos de la biblioteca). Allí terminé buscando con curiosidad pero con muchos nervios en un monitor de carcasa blanca y pantalla con fondo oscuro y caracteres verdes, que iban apareciendo brillantes y titilantes cuando digitaba afanosamente el autor o el título de una obra. Allí consulté, entre otros, la gramática universal de Noam Chomsky y los conceptos de la lingüística de Ferdinand de Saussure, que serían la base de un trabajo de Español I para segundo parcial, en donde me atreví a incluir la etimología de más de doscientas palabras, ocasionado la protesta de mis compañeros de la universidad cuando intenté leerlas con su respectivo significado en clase, como también la interrupción tajante pero diplomática de la catedrática, quien de todos modos me recompensó colocando una extraordinaria nota al trabajo.
Los tres últimos dígitos de mi cédula eran el código para reclamar estos libros con gruesa tapa color madera y amarillentas páginas en el módulo de atención (también forrado en mármol) de la imponente y gigantesca sala general —con sendos estantes metálicos, grandes mesas de uso común y cabinas individuales de madera en donde prepararía los segundos parciales—. Ese lugar fue el espacio ideal para el desarrollo de mi proceso intelectual y académico, como cuando recorrí la historia de Colombia desde la guerra de los Mil Días hasta la Constitución de 1991, en donde la biblioteca me facilitó una diversidad de libros sobre política, economía y relaciones internacionales, incluidos los magistrales ensayos del presidente Alfonso López Michelsen sobre su polémica decisión como primer mandatario de que Colombia a mediados de los setenta renunciara a “algunas prerrogativas” sobre el Canal de Panamá, a cambio de que Estados Unidos se lo devolviera al país centroamericano (Tratado Torrijos-Carter).
Cabe anotar que tanto rigor y dedicación se debía a que mi catedrático de Historia de Colombia, Ricardo Montaño, nos advirtió que el grueso Manual de Historia de Colombia era solo un marco de referencia para preparar el examen, que debíamos consultar por lo menos cinco fuentes por cada uno de los capítulos del mismo; pero sin duda la imponencia de la biblioteca y su inagotable riqueza bibliográfica, no solo me infundió la seguridad necesaria para afrontar ese reto académico, sino que además me permitió sentir el delicioso cansancio de la investigación, que trataba de disipar saliendo de vez en cuando a la entrada de la biblioteca (ubicada exactamente en la esquina de la calle 11 con carrera 4) para aspirar un cigarrillo y tomar un tinto bien cargado y caliente, mientras miraba distraídamente en ese lugar a Minerva, la estatua en bronce del artista italiano Vito Consorti.
El encuentro con la Luis Ángel Arango transformó de manera radical mi rendimiento académico, hasta tal punto que logré pasar todas las materias en segundo parcial y con los exámenes alcancé un promedio final sobre cuatro, convirtiéndose esta biblioteca en mi principal fuente de consulta para los trabajos de la universidad. Incluso, me embarqué durante varios días en aquella ciudad gótica, o salón de la hemeroteca Luis López de Mesa (aún más gigante, monumental, con paredes opacas y una altísima cubierta de concreto que tiene potentes reflectores en la mitad de sus retículas), con el fin de investigar sobre el génesis de las ideas conservadoras y liberales de Colombia en el siglo XIX. Lo anterior ante una nueva advertencia de Montaño de que no aceptaría ninguna bibliografía para el trabajo, sino fuentes directas o periódicos de la época, lo que me dio el alucinante privilegio de tocar y sentir ejemplares (originales y duplicados) como los Toros de Fucha (fundado por Antonio Nariño), El Granadino, El Nacional y El siglo, como también la pequeña y amarillenta primera edición del periódico El Espectador.
A principios de este año, cuando llevé a una inquieta y hermosa joven casanareña a la Sala de Arte y Humanidades (Liliana Castro) para que revisara algunos libros de la vida y obra de la pintora bisexual mexicana Frida Kahlo (leyendo extasiada los pormenores de la vida personal de la artista), me encontré en el costado derecho de la entrada de la biblioteca con este cartel de letras blancas y fondo rojo: “Sin la Luis Ángel Arango ningún investigador serio habría podido llevar a cabo su investigación. Y muchos estudiantes habrían encontrado difícil despertar su curiosidad por aprender, leer e investigar” Carl Langebaek (Evidencias para una nación, sala de exposiciones, segundo piso, Biblioteca Luis Ángel Arango, 18 de julio de 2018 - 1 de febrero de 2019).
Ante tan acertado comentario del historiador y arqueólogo colombiano Langebaek, me atrevo a asegurar que personalmente fue mucho más que eso: fue un escenario para vivir, sentir, concebir el tiempo, el espacio y el amor, constatar que “la vida es la cosa que mejor se ha inventado” (como dijo Gabriel García Márquez), disipar la tristeza y la crisis existencial de un estudiante de provincia en la capital del país (incluida la pena por el rompimiento del primer amor), en donde caminaba de manera lenta y respiraba profundo para tratar de asimilar palmo a palmo cada rincón, cada detalle, cada minucia de diversos y múltiples espacios de singular belleza, con el privilegio y el entusiasmo de recorrer y exponer tanta maravilla a seres tan entrañables en mi vida como mi mamá, mi mejor amigo César Gutiérrez (el hijo del Indio Muisca), el tío Luis Augusto (arquitecto y restaurador), el historiador triniteño Delfín Rivera, el poeta Pedro Salcedo y, probablemente el mejor escritor de literatura casanareño, Pedro Soaterna.
A nadie se le ocurriría pensar siquiera que en esta biblioteca, concebida en la década de los cincuenta por el entonces director del Banco de la República, Luis Ángel Arango, se desarrollaron idilios de amor con mujeres tan importantes a lo largo de mi vida como Paola y Lorena, quienes se dejaron endulzar el oído cuando les describía con lujo de detalles los secretos de la elíptica sala de conciertos (considerada la mejor acústica del país), la extensa colección de fotografías antiguas, la sección de libros raros y manuscritos, la mapoteca y la sala de referencia y, por supuesto, la extraña pero encantadora sala de música, en donde entretuve a estas dos hermosas muchachas con la exposición de instrumentos tan antiguos como la marimba y el violonchelo de calabazo, además del arpa, el pianoforte (instrumento de tertulias españolas) y los metalófonos de teclado portátiles, que se conocen como “celesras” en las actuales orquestas sinfónicas, sin dejar de mencionar la marimba y los tambores cónicos.
En otras palabras, la Luis Ángel Arango fue además mi aliada silenciosa en dos de mis más preciadas y valiosas conquistas...
Coletilla: Desde esta tribuna de opinión propongo a los diferentes estamentos educativos del departamento de Casanare, incluidos el gobernador Alirio Barrera y el alcalde de Yopal Leonardo Puentes, iniciar la gestión necesaria para celebrar un convenio con la Biblioteca Luis Ángel Arango que permita abrir las puertas de este emporio cultural a Casanare, teniendo un acceso permanente a los diversos servicios de la biblioteca (que está a nivel virtual y presencial entre las más visitadas del mundo) y que a la vez genere la formulación, implementación y evaluación de una política pública de bibliotecas en el departamento, incluida la desorientada y subaprovechada biblioteca La Triada en la capital.