En la antigua Grecia, la educación del pueblo estaba a cargo de los poetas. Fue debido a eso que muchos de los pensadores de la época pusieron en tela de juicio el papel de la poesía en la sociedad. El más conocido de esos desconfiados fue Jenófanes, quien dedicó gran parte de su tiempo a tratar de convencer al mundo del peligro que representaban los aedas y sus creaciones. Consideraba el pensador que los bardos eran irrespetuosos al describir a los dioses con las bajas pasiones de los humanos. Decía que un dios no era como los mortales que robaban, cometían adulterio y engañaban. Pero fuera de eso, aseguraba que los poetas eran también un riesgo mayor para los guerreros. Eso porque los escaldas describían en sus versos el reino de la muerte como un lugar tétrico y sin esperanza alguna y no como ese lugar alegre y de placidez que esperaba con ansías a los caídos en combate.
Un siglo después aparece el filósofo Platón y no solo corrobora los temores de su compatriota Jenófanes, sino que agrega que hay que desconfiar de los poetas porque sus versos no responden a mandatos de la razón sino a fugaces momentos de inspiración donde solo priman imágenes cercadas por tonos musicales. Por lo tanto, es imperante expulsar a los aedas de todos los rincones del mundo para salvaguardar la pureza de la sociedad.
Fueron los mismos griegos quienes llamaron Ultima Thule a la parte nórdica de los precarios mapas de la época. Cuando lo hicieron no imaginaron que en esa parte del mundo habría de emerger un concepto diametralmente opuesto a sus consideraciones acerca de la poesía. En efecto, el dios Odín era la semblanza pura de lo que los filósofos griegos combatían. Era un dios estrámbotico, ladrón, adultero y engañador. Bien es sabido que esta divinidad nórdica cometió el robo más sublime del mundo al hacerse, mediante engaño e infidelidad, a la hidromiel de la poesía. Recordemos a vuelo de pájaro cómo sucedieron esos hechos:
Después de un armisticio sellado entre Odín y Suttung, su eterno enemigo, se decidió crear con agua del pozo de la sabiduría a un hombre para que bajara al reino de los humanos a repartirles conocimiento. Este hombre, llamado Kvasir, tomó en serio su tarea y cuando ya estaba a punto de culminarla se quedó dormido a la vera del camino. Unos enanos que merodeaban por el lugar lo sorprendieron y lo degollaron. Enseguida acapararon su sangre en tres peroles a los cuales le añadieron miel pura de abejas. De inmediato la pusieron a fermentar. Al cabo de unos días se dieron cuenta que habían creado la chicha de la poesía. Suttung, en circunstancias que no vale la pena recordar, se apropió del apreciado brebaje y se lo entregó a su bella hija para que lo cuidara contra viento y marea en la cima de una montaña. Al enterarse Odín de que su enemigo sin ton ni son se había hecho a la hidromiel de los escaldas, decidió recuperarla, pues la consideraba por naturaleza suya. Entonces, tras cometer un engaño logra llegar a donde estaba la hija de Suttung, llena de tedio, cuidando los peroles. En vista de que la muchacha era atractiva decidió conquistarla, no exactamente con versos bien pulidos sino desnudándose a la luz de la luna llena. Así fue como después de tres noches de delirio carnal, hastiado de sexo y noches estrelladas, se escapó con toda la hidromiel. Tan pronto como llegó a su morada reunió a todos sus guerreros y les dio a beber del brebaje que ponía en movimiento todos los sentidos. De paso les dijo que a partir de ese día todo el que quisiera ser guerrero tenía primero que probar que era buen escalda.
Así que si para los filósofos griegos los poetas eran un fantasma contra los cuales había que unirse en feroz cruzada hasta expulsarlos de la sociedad, para los rudos nórdicos eran la esencia de la comunidad y por lo tanto deberían tener trato preferencial.
Esa dicotomía aún funciona hoy en día pero con otra semblanza. En las sociedades autoritarias es común que los gobernantes se consideren dioses. Con esos presupuestos los bardos y sus versos son vistos como peligrosos y difamadores. Por lo tanto, como lo sugería Platón, hay que expulsarlos y la mejor manera de expulsarlos para siempre es mediante el asesinato. Recordemos a algunos de esos poetas víctimas de los dioses terrenales: En España, Miguel Hernández quien murió en prisión. Asimismo Federico García Lorca, fusilado en un camino polvoriento. En Nicaragua, Leonel Rugama quien fue sorprendido, cuando escribía poemas, por un batallón de 200 soldados armados hasta los dientes y apoyados desde el aire por una avioneta que taladraba desde el aire la casa donde vivía el joven aeda. En Alemania, Walter Benjamín, obligado por los nazis al suicidio con una dosis de morfina. Del mismo modo Ernst Arndt, asesinado en un campo de concentración. En Guatemala, Oto René Castillo a quien los militares le propinaron la más infame y dolorosa de las muertes. Después de hacerlo prisionero lo pusieron al frente de una hoguera y con un filoso machete le cercenaban partes del cuerpo que luego tiraban a la candela. La lista podría hacerse interminable. Poetas franceses y poetas polacos. Poetas africanos y poetas asiáticos. Poetas del desierto y poetas de los mares.
Como se puede apreciar, nada ha sido fácil para los poetas. Ni lo será, al parecer. Ya hemos visto cómo han sido objetos de diversas persecuciones desde antes del inicio de los siglos. Algunos los han querido desterrar de sus comunidades. Otros los han obligado a que se conviertan en diestros guerreros de hachas y lanzas. Y no ha faltado quien considere que el asesinato con premeditación acechanza y alevosía es la mejor forma de quitarse de encima a los poetas. Para colmo de males, sucede que en estos tiempos modernos, se ha descubierto que la mejor forma de tratar a los poetas no es desterrándolos ni obligándolos a empuñar armas ni asesinándolos sino ignorándolos.