Soy hincha del Cúcuta así que ya podrán imaginar cómo son de tristes mis domingos. En la última fecha jugaron de visitantes contra Llaneros, y fiel a mi cita busqué un sitio en donde poder tomarme una cerveza y ver a plenitud el partido. Me sorprendió ver en las calles a la gente abarrotada frente al televisor. Por unos segundos me sentí orgulloso de la afición roja y negra, así que no importaba el rival, ni el torneo, siempre íbamos a estar allí, apoyando al equipo en las buenas y sobre todo en las malas.
Aceleré el paso al escuchar el grito de gol que la hinchada embravecida cantaba. Corrí para abrazar a los muchachos ya que todo aquel que le haga fuerza al doblemente glorioso es mi pana, mi hermano. Pero la emoción se disipó al ver, en repetición, al genio con cara de oficinista marcar el primer gol de su equipo. Ellos estaban allí, al frente de una pantalla gigante adecuada por un establecimiento cualquiera, no para ver a Baldomero Perlaza, John Edison García o Leonardo Lázaro, estrellas de mi Cúcuta Deportivo, sino que se reunían para hacerle fuerza a dos equipos de ciudades lejanas y cuyas calles e historia son completamente desconocidas para la joven afición que se congregaba a esa hora bajo el sol abrazador.
Claro que yo también veo los partidos del Barcelona. Prefiero a los blaugranas que a los merengues no solo porque disfruto más cuando el fútbol se juega a ras de piso sino por una cuestión histórica: la simpatía que tenía hacia el conjunto blanco el generalísimo Franco y los trucos de los que se valió el dictador para sacarlo campeón de todo en la década del sesenta, es una mancha que ni Di Estefano, Zidane o Raúl pudieron borrar con su magia. Pero de ahí a gritar un gol de Messi o pelearme con alguien que lleva la camiseta de Cristiano Ronaldo hay una brecha muy grande, una brecha que mi inteligencia de hombre promedio me impide cruzar.
A esa misma hora, pero bajo el manto eterno de la niebla tunjana, dos muchachos que guardaban celosamente bajo sus ruanas las encumbradas camisetas de los dos equipos más famosos del mundo, vieron como la mentira más costosa del fútbol se tiraba de clavado en medio del área al ver una piscina imaginaria. El árbitro no solo pitó el penal sino que se llevó la mano al bolsillo trasero de su pantalón y sacó la inapelable tarjeta roja. Los ánimos en el bar La chispa al rojo se caldearon aún más. No era el Bernabeu, era el estadio del Galatasaray. Como no había manera de ponerse de acuerdo, el hincha del Barcelona, al escuchar que su institución era tratada de “ladrona” no vio otra solución que romper la vigésimo novena Águila de la tarde con el borde de la mesa y a punta de pico e’ botella y sangre supo defender la honra de su equipo. Seguramente este incondicional fanático desconoce quién fue Telmo Zarra o Andoni Zubizarreta y dentro de un año será hincha del Chelsea cuando Radamel esté jugando allí. Igual estará dispuesto a defender el honor de los blues.
Seguí caminando pero nadie estaba viendo el partido del Cúcuta. Resignado volví a mi casa y al ver una caravana de desarrapados motorizados celebrando con banderas del Unión Magdalena, me di cuenta de que el Barcelona había ganado. Me encerré en la casa y busqué el partido de la B,sumergido en la profundidad del océano cibernético estaba mi partido. Faltaban pocos minutos para el final y como siempre, mi equipo estaba perdiendo. Muy pocos sabrán que esta tarde, el equipo que lleva el nombre de la ciudad, perderá un partido. Ya no importa. La vida es un lugar miserable y a falta de triunfos propios pues nada como montarnos en el bus del ganador de triunfo. En el fútbol vamos a la fija, somos hinchas del que gana, nunca perdemos.
No vivimos en las calles, vivimos en las redes sociales. No nos gusta el fútbol, nos gusta tomarnos una selfie, con la camiseta del equipo de moda puesta y sentirnos parte de una familia. Dentro de un año todo cambiará. Cada vez veo más camisetas del Bayern Múnich. Más de un muchachito de piel cobriza, en su afán de ser fan del equipo de Guardiola, empezará a interesarse por la cultura alemana. Ténganlo por seguro que no empezarán a leer a Thomas Mann o a Hoffman, no verán películas de Fassbinder o de Werner Herzog, no, para ellos la única representación de la cultura alemana será la odiosa esvástica, la asquerosa cruz gamada. Veremos a estos hinchas, bajitos y regordetes, llevar banderas con los rostros de Ribéry y la de Hitler al lado. Así somos de estúpidos.