Yo, Alejo Durán
Opinión

Yo, Alejo Durán

No pude separarme de ese aparato. Se convirtió en una extensión de mi cuerpo. “Ese pedazo de acordeón donde tengo el alma mía” me tocó cantar para siempre

Por:
febrero 23, 2019
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A escasos cien años de estar vivo y muerto al mismo tiempo, siento que lo que voy a decir, estas palabras de un campesino elemental como yo, pueden quedar sembradas en el verano de la indiferencia que es lo que más veo por este desolado país, cada vez que me despierto de “mi largo sueño”.

Después de haber nacido en El Paso (Magdalena grande de entonces y hoy Cesar- un 9 de febrero de 1919) -cosa que no me acuerdo porque estaba muy chiquito- entre los brazos de Nafer y Juana y cerca de los ríos Cesar y Ariguaní; crecí en medio de un paisaje de monte feroz y salvaje, pero al mismo tiempo lleno de abundancias con alegrías y carencias múltiples -que en ese entonces nadie le decía pobreza-. Por donde quiera que yo mirara con los ojos de la infancia; veía campesinos sembradores de agricultura, jornaleros que hacían de vaqueros en las haciendas cercanas y tamboreros en ratos libres que engañaban la mala suerte con la música aprendida por los caminos recorridos.

Parte de mi niñez y juventud la pasé cerca de una hacienda famosa en mi región: Las Cabezas, de la familia Gutierrez de Piñeres. Haciendo lo que hace un “pelao” porque no podía hacer más cosas y además los mayores que yo no me dejaban hacer más que eso. Labores de ayudante de vaquería y en jornales de arreglo de cercas y de aguatero de los más veteranos de las cuadrillas de mozos al servicio de la hacienda. Éramos muy pobres y sin tierras, así que la Hacienda era nuestra única opción para conseguir el sustento de toda la familia. Ahí conocí el acordeón colgado en los horcones de las casas donde reposaban los mozos jornaleros y vaqueros de la hacienda. Yo lo miraba en su reposo y el condenado me retaba sin saberlo. Tenía entre sus fuelles mi destino. Ahí estaban los bajos que más tarde me subieron a lo alto.

 

En mi región casi todos somos negros o de piel oscura,
así que no fue difícil apodarme como quedé para la historia:
el negro grande del acordeón.

 

Recuerdo que mi primer encuentro con el acordeón lo tuve como a los 23 años. Ya era un hombrecito trabajado y requemado por el sol de todos los días. Bueno en mi región casi todos somos negros o de piel oscura, así que no fue difícil apodarme como quedé para la historia: el negro grande del acordeón.

Creo que sin permiso de mi tío Octavio saqué el acordeón de su escondite y me puse a “curucutear” los sonidos que ya había escuchado en los cantos de los vaqueros en el día y en las cumbiambas nocturnas con los mozos durante el descanso y en medio de los cocuyos voladores y los luceros.

Después de eso ya no pude separarme de ese aparato. Se convirtió en una extensión de mi cuerpo. “Ese pedazo de acordeón donde tengo el alma mía” me tocó cantar para siempre.

Lo que siguió a esos tiempos medio país lo conoce y la otra mitad se la imagina.

Creo que no tengo nada de que arrepentirme y si volviera a respirar ese mismo aire de la alegría, volvería a tocar el acordeón y los mismos sones, puyas, paseos y merengues que me hicieron famoso.

Haría llorar a las muchachas al ver mi despedida en Altos del Rosario. Me volvería a enamorar de todas las mujeres de pelo muy “coposon”, de cejas casi encontradas, de mirada alegre y dientes brillantes, de cara fileña y nariz delgada, boca chiquita y muy elegante.

Si volviera a respirar, tendría los mismos 25 hijos con 18 amores diferentes, pero con la misma… Sí, con la misma…

Coda: Nunca supe por qué me decían juglar. Seguramente son cosas de los que tienen para cada situación un nombre apropiado y nadie los contradice. Quizá me lo merecía. Juglar.

 

 

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