Marielita, la incansable luchadora que se rebusca la vida en los semáforos de Bogotá

Marielita, la incansable luchadora que se rebusca la vida en los semáforos de Bogotá

Desde hace más de 15 años trabaja en la calle vendiendo sus productos. Con lo que gana mantiene a su familia y aunque a veces se ve corta, no se queja

Por: Esteban Velez Alvarez
febrero 14, 2019
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Marielita, la incansable luchadora que se rebusca la vida en los semáforos de Bogotá

Cada fin de semana, debido a mis compromisos de cada “fincho”, debía pasar por el semáforo de la calle 147 con carrera 15. Allí, en el semáforo que dirige a los carros que vienen del norte y van hacia el sur, se encontraba una señora de 57 años: estatura promedio, de piel blanca con ojos grandes y claros, de cabello corto y negro pero atado con una moña, de zapatos rosados deportivos y con sudadera negra y de un buzo rojo cuello tortuga, me ofrecía sus productos: galletas, malvaviscos, bolsas para la basura, maní salado, papas en paquetes y algunos dulces. Al principio no le compraba nada, acababa de salir de casa y me había cepillado los dientes así que no quería ensuciarlos. Luego, cada ofrecimiento se convirtió en algo difícil de ignorar, así que decidí hacerle el primer gasto. Desde ese día, Marielita comenzó a saludarme, preguntaba por mi salud y mi familia cada vez que nos veíamos. Se convirtió en mi amiga.

Un sábado decidí cancelar algunos planes de sábado por la tarde para hablar un rato con Marielita. Ese día no era muy bueno para los vendedores en los semáforos. Las calles estaban solas, pocos carros transitaban por la “oficina” (como le dicen coloquialmente al semáforo los que allí trabajan). Aproveché ese mal momento para charlar con ella. El sol de mediodía nos hizo cambiar nuestro lugar de charla a un lugar bajo la sombra del árbol más cercano.

Marielita hablaba, sin pena, sobre sus hijos, quienes ya mayores de edad vivían de lo que su madre llevaba a la casa. Su hija menor se había escapado de la casa, “por esas etapas rebeldes que todo adolescente tiene” —dice Marielita—, y a causa de ello salió embarazada, por eso tuvo que pausar por un tiempo el bachillerato y sus sueños de entrar a la universidad. Su hijo menor no dura en los trabajos, a cada rato es despedido, según Marielita, por recorte de personal; entonces, para hacer algo en vez de estar en casa aburrido, realizaba algunos trabajos temporales, pero el poco dinero que ganaba el chico era destinado a sus gastos personales: implementos de aseo, fiestas con amigos, ropa. Su hija mayor vivía en una casa aparte, ella tiene un esposo y una hija, y ellos visitan a Marielita una que otra vez al año. Su hijo mayor embarazó a la novia, y como ellos no tienen experiencia en ser padres o en cómo vivir sin depender de los padres se fueron a vivir a casa de Marielita, quien los recibió con todo el amor el mundo, ayudando y enseñando a la inexperta madre.

Su relato continuó mientras los pocos carros se parqueaban en la cebra del semáforo. Realizaba algunas pausas cada diez minutos para ofrecer su mercancía. Uno que otro amigo de Marielita la llamaba oprimiendo la bocina del carro para comprarle lo de siempre. Era normal que tuviera sus clientes fijos, ya que Marielita lleva trabajando, de lunes a sábado, desde las 8:00 a.m. hasta las 5:00 p.m., desde hace más de 15 años. Los policías del cuadrante, todos, sin excepción, la conocen y la saludan:

—Adiós, Marielita.

—Adiós, amiguitos —les contesta Marielita.

Sus compañeros de trabajo tienen entre 5 a 10 años de estar trabajando en la 147 con carrera 15. Marielita es la primera vendedora de la zona. Los habitantes de los conjuntos residenciales aledaños conocen a Marielita, hablan con ella, le dan perfumes, mercados.

Ellos me consienten mucho— dice Marielita—.

Ser vendedor en los semáforos es muy difícil. Se debe depender de la actitud de las personas que van en el carro. Los días buenos son por lo general a principios y mediados de mes. “Son los días en los cuales las personas tienen plata para gastar en chucherías”, según Marielita. Entre semana, Marielita gana entre 3.000 a 20.000 pesos, y los fines de semana gana entre 5.000 a 35.000. Estas cifras pueden aumentar y pueden bajar considerablemente. Según el DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística), el empleo informal en Colombia es de un 47%. El IPES (Instituto Para la Economía Social) indica que en Bogotá existen más de 26.000 vendedores informales, repartidos en andenes, plazas, semáforos y otros escenarios de la capital.

Marielita no deja que otro vendedor se haga en su zona. Ella es la única que vende en ese semáforo.

Marielita camina de un lado a otro cargando sus productos, los ofrece a los diez primeros carros, 5 de cada carril, y si de esos diez ninguno le compra y el semáforo no ha cambiado a verde, puede continuar con los demás carros. Toma descansos de 5 minutos por cada 2 horas de trabajo. En ese tiempo estira las piernas, toma jugos naturales que prepara en casa, conversa con sus colegas sobre cómo va el día.

La casa de Marielita, la cual es alquilada, queda en Lucero Alto, una de las partes más altas de la localidad de Ciudad Bolívar, en Bogotá.

Marielita se despierta a las 4:00 a.m. A esa hora llena las ollas para empezar a hacer el almuerzo para sus hijos y para ella llevar al trabajo. Mientras el agua de las ollas hierve, Marielita se mete a la ducha. El agua es fría pero ella no piensa en ello, no tiene tiempo de hacerlo, solo piensa en sus hijos, sus nietos, y en el otro miembro de la familia: su perro Alfredo. Debe salir de la casa a las 6:00 a.m., no sin antes rezarle al cuadro de la virgen que tiene en la entrada de la puerta de la casa. Toma el bus que dice “C.C Santafé. AV.19”. Ese bus recorre casi toda la cuidad para llegar a su lugar de trabajo, ubicado al norte de Bogotá. Llega al semáforo a las 8:00 a.m., pero si hay trancón, llegaría a las 9:00 a.m.

Marielita guarda la mercancía en la peluquería de la esquina del semáforo donde trabaja. Marielita no paga arriendo por guardar sus cosas, ya que Marielita y la dueña del local son amigas de hace varios años.

Luego de una larga jornada que termina a las 6:00 p.m., Marielita debe bajar a la avenida 19 y coger el bus a casa. Son otras dos horas de trayecto donde Marielita reflexiona sobre su día de trabajo y piensa en qué productos puede vender que le sirvan para aumentar sus ganancias y así poder comprar más cosas para su hogar. Llega a la casa a las 8:00 p.m. Lo primero que hace es ir a la cocina, abrir la lacena y ver si hay comida, si no hay comida, sale a comprarla.

Tuvo una operación en la rodilla que le impidió trabajar en el semáforo durante 1 mes. Isabel, una amiga de Marielita, le consignaba dinero para que ella y la familia pudieran comer en ese mes. Isabel la visitó y veló por la recuperación de Marielita.

Marielita camina más lento de lo habitual, los doctores le recomendaron usar un bastón, pero Marielita no lo usa, dice que ese bastón la encarta y es muy molesto. Ahora Marielita se abriga más: se pone una camiseta blanca, un buzo de lana, una chaqueta impermeable y algunas veces se pone una bufanda; se pone un jean y encima una sudadera, se pone doble media, usa de vez en cuando unos guantes de lana. "Nada me va a detener. Voy a trabajar aún más fuerte por mis nietos y mis hijos" exclamó Marielita.

Todos los conocidos de Marielita saben la situación por la cual ella está pasando. Ella les dice a sus amigos: "Mis hijos son capaces de hacer lo que sea. Son muy puntuales y comprometidos".

Los sentimientos de una madre angustiada son suficientes para hacer que sus peticiones sean escuchadas. La gran mayoría le contestan: "Si sé de algún trabajo para ellos, vengo y le aviso".

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