Aunque su pecado favorito después de la lujuria es la pereza, Juan Gossaín abandona todos los días su cama a las 4:45 de la mañana y se mete a su guarida de lobo, su estudio atestado de libros, entre los que se cuenta una colección de 125 diccionarios –le robaron uno en el 2012- y le da rienda a la pasión con la que siempre ha sido consecuente: escribir. A las seis, el canto de las cotorras le indica que está amaneciendo. Sale a su balcón del piso 15 de la torre de ladrillo diseñado por Rogelio Salmona frente a la Bahía de Cartagena en Castillogrande y ve el amanecer. Desde ahí chismea como los primeros caminantes van por el paseo peatonal deteniéndose a tomar el primer café del día. Margot Richie, la mujer con la que se casó el 24 de marzo de 1984, duerme hasta que el sol está bien arriba.
Es sólo la primera pausa del día. Juan Gossain escribe sin parar hasta las 12:30 del día. A sus 70 años recién cumplidos Gossaín se retiró de los medios no para ser un viejito holgazán sino para cumplir el último sueño: ser escritor de novelas, de cuentos, de artículos para el Tiempo, lo que sea pero ser escritor. Lo irónico es que siempre lo fue. De jovencito se empezó a hacer famoso por los escritos que le mandaba a Don Guillermo Cano y que al director de El Espectador le gustaron tanto que le dio un espacio en el periódico: Cartas desde San Bernardo del Viento. Más de cincuenta años después Gossain bromea y dice que eran crónicas muy malas que Don Guillermo sólo publicaba por lo bonito que sonaba el pueblo de donde nació.
Desde esa época, cuando sólo era el hijo de un lector empedernido de diccionarios y de una aguerrida comerciante, ambos libaneses, sabía que algún día viviría en Cartagena, la ciudad de sus sueños. El periodismo sólo fue un vehículo para poder contar sus historias. En esa época, cuando empezó, a mediados de los noventa, era un oficio bien pago. Sobre todo para alguien que sólo quería narrar. Todo lo que tuvo lo ahorró para poder retirarse a los 60 años y abandonar la fría, congestionada y siempre altísima Bogotá, ciudad a la que no piensa volver jamás.
En realidad Gossaín no quiere viajar a ningún lado. Ni siquiera la invitación del entonces presidente Juan Manuel Santos a asistir al velatorio de su amigo Gabriel García Márquez en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México lo hizo montarse en un avión. Sólo una cosa lo mueve todavía de la sala de lectura en la que ha convertido su balcón: el deseo de sus nietos. Por ellos fue capaz de hacer lo que él considera sería su último viaje internacional: una visita a Disney World en el 2015.
Se aferra a sus rutinas como un náufrago a un pedazo de madera. Antes del atardecer, cuando el calor va amainando, después de llenar uno de los diez crucigramas que hace al día – dice que ha resuelto cerca de 7 mil en su vida-, y contemplar sus más preciados tesoros, el Jugador de Golf, cuadro que Rembrandt pintó en 1654 y que le costó USD$ 30.000, monto que pagó en 30 años en cómodas cuotas de 100 dólares mensuales, y el Dante entrando al infierno de Dali, sale a caminar por la misma ruta que lo lleva hasta la ciudad amurallada pasando por el Parque Navas a donde se encuentra con el combo de amigos, encabezado por Pedro Buelvas. Los mismos chistes, las mismas anécdotas y los mismos problemas en un país que parece condenado a una guerra perpetua. La gente, cuando lo ve caminando en esa tertulia móvil, lo invita entre gritos a que se lance a la Alcaldía. Gossain responde con la misma frase con la que le respondió a Andrés Pastrana en 1998, Alvaro Uribe en el 2002 y Juan Manuel Santos en el 2010 cuando le ofrecieron la vicepresidencia de la República: “No gracias, a mí esa vaina de la política no me gusta, nunca me ha interesado”.
A las siete de la noche Juan Gossaín regresa al amplio apartamento. Su cuarto, que es todo el segundo piso y que tiene más de 125 metros cuadrados, no tiene televisor sino una amplia cama en donde relee, hasta que se queda dormido cerca de las diez de la noche, a los autores que marcaron su vida: Sófocles, Balzac y su Biblia: Cien años de soledad, ese vallenato largo, esa historia de un continente. Duerme bien, a pedazos pero bien, hasta que otra vez los alcatraces y las cotorras lo despiertan con su canto. La pereza siempre le habla al oído e intenta arroparlo con sus brazos de sirena. Juan Gossaín se sacude y a diario le gana la pelea a esa pequeña muerte que significa estar acostado todo el día como un viejo holgazán.