"Mientras sea cura no habrá fiestas de San Isidro"

"Mientras sea cura no habrá fiestas de San Isidro"

El párroco se opone a las fiestas en Alboretes

Por: Manuel Gregorio Paternina Álvarez, párroco
marzo 17, 2014
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El San Isidro es una fiesta parroquial, equivalente a la "fiesta de las cosechas" del pueblo hebreo. El sentido es agradecer a Dios los frutos de la tierra y del trabajo humano. Tiene un carácter económico: financiar las obras materiales de los templos y casas curales, entre otras. En dicha actividad, todos, especialmente los campesinos, traen sus productos. Es la gran actividad del año. Actualmente se ha convertido en la fiesta de los ganaderos, cuyas haciendas han ensanchado con los desplazamientos, la compra extorsiva de tierras, después del amedrentamiento y la intimidación. Celebrar el San Isidro, es una anuencia y aval, que aunque tácitos, manifiesta complacencia; estar de acuerdo con todo, como si nada raro estuviera pasando. Igualmente es hacer homenaje a los donantes que aparecen entonces como los grandes benefactores de la parroquia. Los campesinos hoy, son los sin tierra, viven en situaciones Infrahumanas. Por eso no quiero celebrar esta actividad porque se ha pervertido la costumbre y es una afrenta al mundo del campo.

A continuación el manifiesto de solidad con el campesinado de Arboletes, Antioquia: 

Ante la inminente llegada de un futuro nefasto, del que el presente es apenas un mero presagio devastador, y convencido de que en dicho porvenir no están incluidos los pobres y mucho menos los campesinos; a modo de protesta profética y en solidaridad cristiana; declarándome públicamente en desacuerdo con la injusticia a que se tiene sometido el campesinado de esta parroquia, manifiesto que mientras sea párroco de la Inmaculada Concepción de Arboletes, no habrá fiestas de San Isidro.

Pido perdón a quien mi gesto ofenda. Es que hace rato ofendido estoy, como debería estar toda persona sensata, contemplando el panorama desolador de nuestros campos donde sólo unos cuantos árboles testarudos luchan por permanecer como testigos mudos de la inclemencia que destruye todo, porque sólo importan los potreros. No volvieron las aves migratorias que aquí tuvieron por milenios el hábitat que otras regiones de nuestra América les negaban en invierno. Es que secaron sin misericordia los humedales y los pocos que aun se resisten a desaparecer son aniquilados por cuanto método eficaz aparezca. Las especies de bosques nativos se reemplazan por otras más productivas sin tener en cuenta la fauna que de ellas se nutría.

Los campesinos están "arrumaos" cual escombros estorbosos de ruinas indeseables. Para ellos no hay agua potable. No pueden cosechar. No sé de qué viven. Tampoco veo dónde viven. No vislumbro, cuando voy a las veredas, sus ranchos viejos que hospedaban alegres al mitológico padre Zapata. El gobierno nacional, ausente eterno, con su aparato burocrático, reparte como baldíos, terrenos de ancestrales pertenencias, porque desde hace siglos los pobres se volvieron invisibles en Colombia. Un ser humano vale menos que una vaca.

Mi decisión es lo menos que puedo hacer. Es que, ¿cómo puedo ignorar las ofrendas que dan a diario los pobres y las gentes nobles que sostienen la parroquia, con sus diezmos, sus limosnas, sus primicias, su trabajo sacrificado, como el de las señoras que hacen las empanadas; los que dan su estipendio por la celebración de la Eucaristía? Y todo esto, en el más discreto silencio.

No es justo que pocas personas, sean dueños y señores de un territorio que hasta hace poco albergaba pueblos prósperos, que hoy son fantasmas solitarios, a la vista del viajero furtivo que se atreva transitar por sus borrados senderos. ¿Y que a esas pocas, haya que rogarles y hacerles fiesta? Invito a todos a la generosidad. A dar sin esperar publicidad, como lo pide Jesús en Mt 6, 3: "que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha."

Al hacer este manifiesto de inconformidad, no estoy pensando particularmente en nadie. Yo recojo el dolor y la incertidumbre de tantos y tantas que no se atreven a hablar por el mismo miedo anacrónico que gangrena la sociedad agraria de un país indolente. Dios nos ampare.

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