Hace tres años cuando me ofrecieron trabajar en McAllen, Texas, poco sabía de su cultura. Para mí era una más de las muchas ciudades que crecen gracias al comercio en las fronteras de los países. Recuerdo bien que antes de tomar una decisión sobre mi futuro, busqué en internet las estadísticas de crímenes cometidos y me sorprendí al ver que no eran ciertas todas las noticias que se oyen a diario sobre lo peligrosa que es la frontera.
La verdad es que McAllen me sorprendió de muchas formas. La mezcla de dos sociedades tan diversas ha generado una riqueza cultural que el mundo apenas descubre en las letras de Gloria Anzaldúa, su más famosa escritora. McAllen es de hecho un oasis en medio de un desierto, una ciudad que cuenta con la calidez y amabilidad de la cultura latina y con las comodidades que tiene cualquier ciudad intermedia en los Estados Unidos. McAllen es también una ciudad pacífica, una de las siete más seguras de Estados Unidos, según algunas estadísticas, un lugar donde se puede dejar la casa abierta, el carro sin vigilancia, sin que pase nada grave.
La percepción del mundo sobre McAllen y sobre el Valle del Río Grande, sin embargo, es otra. Gracias a la propaganda de los sectores más conservadores del país, el Valle ha sido descrito como un lugar violento, inseguro, lleno de peligrosos inmigrantes que sólo vienen a vender drogas y a cometer crímenes contra la pacífica, blanca y cristiana sociedad estadounidense.
Nada más lejano de la realidad. Los inmigrantes cometen en promedio menos crímenes que los nativos estadounidenses en el estado de Texas, según un estudio hecho por el Cato Institute. Los inmigrantes vienen a labrar sus sueños con sudor, a construir la paz que no pudieron hallar en sus países, porque la violencia los expulsó de sus hogares. Ellos recogen tomates y manzanas, lavan pisos en Manhattan, cuidan los niños de los ricos, y llenan de sonrisas a una sociedad que pocas veces los trata con la dignidad que merecen.
Aquí la mayoría lo sabe. Hace poco hubo un grupo grande de personas se reunieron a protestar contra el muro y a gritar lo que cualquiera en esta parte del mundo conoce: que esta es una región pacífica a pesar de las cercas de odio que la dividen. Hay otros, sin embargo, que creen más a la propaganda que escuchan que a sus propias experiencias. Ellos también salieron a la calle, pero para defender el muro y apoyar a Trump.
Las falsas noticias han estado siempre presentes en la historia de los Estados Unidos. Jefferson, por ejemplo, pagaba a periodistas para que divulgaran que Adams deseaba crear una monarquía. Al final de sus vidas, cuando los dos decidieron volver a ser amigos y perdonarse sus ofensas, Adams escribió a Jefferson preguntándole si tenía alguna evidencia de las noticias sobre las ambiciones monárquicas de Adams. Jefferson jamás tuvo el coraje de pedir perdón o responder la pregunta.
Hoy, sin embargo, las falsas noticias son más peligrosas que antes. Multiplicadas en las redes sociales, distribuidas sin reflexión por millones de personas, ellas son capaces de hacer creer a los habitantes de la más pacífica de las ciudades que viven en guerra.
Quienes usamos las redes sociales deberíamos firmar un decálogo que incluyera la obligación de no distribuir información de la que no hayamos hecho algo por verificar su veracidad. De lo contrario, podremos ser culpables de llevar la guerra de las redes a la paz de vida. Hace poco, me retiré de un grupo de WhatsApp, porque me sentí incapaz de convencer a varios de sus integrantes de que las calumnias que reproducían eran mentira. Fue una decisión sabia, es mejor vivir en la paz de la existencia que en virtuales guerras.