El terrorismo de nuevo asoma su aura siniestra que envilece la vida, esta vez de unos jóvenes que fueron inmolados contra su voluntad en el pleno ardor de sus ilusiones y sueños, que estudiaban esperanzados en sus futuros y de sus familias en la Escuela de la Policía General Santander de Bogotá.
Unas vidas rotas interrumpidas tantas veces como las podamos seguir recordando en lo que nos quede de vida a las actuales generaciones, por unas mentes dañadas que siguen ídolos caídos y falsos, causando a sus familias y a todo un país que los llora muchísimo dolor.
Hasta aquí todos estamos de acuerdo en que los colombianos nos encontramos en un mismo lugar común: la indignación y la condena.
Pero una vez retiramos nuestras miradas de esas imágenes que nos han dejado impactados y encandilados, los colombianos empezamos a tomar posiciones y nos atrincheramos desde todos los flancos posibles, siendo las redes sociales, principalmente Twitter, el campo de batalla. Allí sí que se empieza a librar otra guerra: la de los infundios, el odio, la venganza y el “sectarismo radical” de todas las orillas. Otra guerra tan letal como la de las bombas.
Comienza la disputa por la verdad absoluta, todos se quieren adueñar de ella. Todos contra todos se “enjuician” y quieren subir al paredón a los “culpables” por haber entregado el Estado a los terroristas. Otros atrincherados apuntan con precisión de francotirador con señalamientos inflamables e incendiarios.
Otros tantos se toman las armas del sicariato moral para disparar injurias, insultos y amenazas. El fuego es cruzado y las redes sociales arden, son un campo minado donde el oportunismo político de connotados dirigentes exacerban sus sórdidos prejuicios donde nadie queda en pie.
En una tragedia de tal dimensión que tiene a nuestra patria llorando y clamando justicia por sus hijos masacrados por unos terroristas acéfalos, cualquier sociedad sensata y dolida se abrazaría, arroparía y consolaría, y además lucharía unida; pero los colombianos, al contrario, nos disponemos a un canibalismo fratricida entre hermanos, donde los buenos, que somos la mayoría, nos descalificamos como sociedad, permitiéndole a los malos, que son menos, burlarse una y tantas veces como quieran.
Siempre perdemos el foco cuando la desgracia nos toca.
Urdimos cizañas y nos vemos entre todos como enemigos cuando pensamos diferente; nuestro sino trágico se repite de forma aleatoria donde parece que tanta violencia y tantas muertes nunca serán suficientes hasta poder adueñarnos de la verdad que creemos es nuestra.
Un país estará condenado a vivir en violencia si una parte de él la reclama para sí, y solo le deja al resto sus ideales convertidos en fragmentos.
Colombia en paz, lo fundamental se construye desde sus instituciones, pero el país en paz desde sus raíces se construye desde su hermandad; una hermandad en donde no hemos podido encontrarnos, un eslabón que sigue perdido y que no logra unirnos.
Mientras las familias de estos jóvenes caídos se unen en el dolor, lamentablemente lo colombianos nos distanciamos más.
Paz en la tumba de estos valientes muchachos.