Hace pocos días, en México, se posesionó Andrés Manuel López Obrador, quien fue elegido presidente durante los próximos 6 años. Luego de una tensa campaña, Obrador obtuvo una mayoría indiscutible: el 53% de la votación sobre el 22% de su más cercano competidor. Con estos resultados sacó del poder al PRI y al PAN, partidos tradicionales que habían detentado el mando del país durante los últimos setenta años.
Con su visión progresista de lucha contra la exclusión, la corrupción y el fin de los privilegios para la clase dirigente —aspectos tan tradicionales en la hermana nación como los mencionados movimientos políticos—, AMLO logró lo que era impensable solo unos pocos años atrás.
Esto ocurre en un momento clave, donde la derecha más reaccionaria ha ido ganando espacio, rememorando el avance del fascismo que tuvo lugar en los años 30, especialmente en Europa. Brasil, Argentina, Guatemala, República Checa, Polonia, entre muchos otros (sin olvidar, por supuesto, a Estados Unidos), han caído en manos de aquellos que consideran a quien es diferente como amenaza y que ven a los seres humanos y al medio ambiente como recursos a explotar para el beneficio de ellos y los de su clase.
Varios han sido los factores que han contribuido al avance de esta manera de ver el mundo: el aumento de la inmigración debido a las diferentes crisis humanitarias; el fracaso del proyecto bolivariano en Venezuela, por la combinación de mala administración, corrupción y sabotaje externo; la incertidumbre económica por la cada vez más tangible insostenibilidad del modelo imperante que obliga a la búsqueda de chivos expiatorios, convirtiendo en presa fácil a los inmigrantes y a los pobres.
Factores estos en los que, dicho sea de paso, poca responsabilidad le cabe al progresismo y a la socialdemocracia, pero que el conservadurismo neoliberal ha sabido capitalizar muy bien (hasta a los polacos les dijeron que se convertirían en Venezuela) para hacerse con el poder en diferentes rincones del globo, haciendo lo que mejor saben: inspirar miedo en el ciudadano, haciéndole creer que la solución radica en la mano dura y en cerrarse como sociedad.
Es entonces que nos damos cuenta de lo importante que es que Obrador pueda llevar a cabo un gobierno donde el mexicano de a pie pueda ver un cambio notable en su calidad de vida y en las posibilidades de descollar en su sociedad, aunque no tenga ni los apellidos ni el color de piel indicados... todo para que puedan empezar a construir un país en paz y con justicia social.
Todo esto, dado que los ojos del mundo estarán puestos en México, más que en Portugal, por ejemplo, donde el progresismo ha logrado introducir grandes cambios, que han pasado casi desapercibidos —sabemos también que han sido acallados por los grandes medios—. Pues bien, si esto pasa en el gigante latinoamericano, mientras el otro gigante se hunde en el odio y la exclusión (Brasil), el mundo no podrá dejar de tomar nota de lo que acontecerá en el país manito.
Es por esto que el gobierno de Obrador y su Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) tiene como mayor reto y responsabilidad salir bien librado de los saboteos que seguramente se gestarán desde diferentes sectores, cosa que sabemos que no será fácil de lograr. Sin embargo, es una lucha en la que se debe poner todo el empeño, ya que las consecuencias de un fracaso, como lo expliqué anteriormente, tendrían repercusiones globales.
Así las cosas, el mundo está dividido en dos bloques, pero ya no es izquierda y derecha, como muchos aún insisten, sino conservadurismo neoliberal y progresismo humanista. Pues bien, la presidencia actual de México jugará un papel fundamental en vislumbrar si triunfa la visión de los “progres”, incluyente, que promueve la equidad y el progreso sin depredación, o la otra, que es contraria. Mucho me temo que si el péndulo de la historia acaba de inclinarse hacia el fascismo, ya no tendrá oportunidad de pendular hacia ningún otro lado.