Hace diez años, para el 2 de enero, recibí una formal invitación a almorzar. Me la hacía muy amablemente el Mono Jojoy. Quería que compartiera, junto con varios mandos del Bloque Oriental, el almuerzo que había organizado con ocasión de su cumpleaños. Los convidados fuimos una decena. Apenas dos días atrás habíamos hecho la fiesta de fin de año.
Teníamos campamento en un paraje selvático que llamábamos Caño Reyes. El Mono estaba aposentado unos 30 minutos arriba. Para entonces cualquier celebración debía realizarse en las horas del día. La aviación había emprendido los bombardeos masivos y en las noches no podía producirse calor humano ni la menor luz. Ya todos sabíamos lo que significaba eso.
Había terminado un año muy malo para nosotros. El asunto del niño de Clara Rojas, las muertes de Raúl Reyes, Iván Ríos y Manuel Marulanda Vélez, la operación Jaque. El Mono citaba a reuniones en su campamento, muy poco llegaba al nuestro. Pero para Navidad y Año Nuevo se había hecho presente en los bailes. Le encantaba animar a la gente.
Su optimismo nunca desaparecía. Siempre encontraba frases para entusiasmar al personal, y había que verlo bailando. Sólo se detenía después de haber sudado a chorros. Eso también era una terapia para bajar su nivel de azúcar. Además, si él bailaba, ninguno tenía derecho a quedarse sentado, todos tenían que salir a la pista. Por eso sus fiestas eran fenomenales.
Para él era muy importante la alegría de guerrilleras y guerrilleros, no escatimaba esfuerzos para conseguirla y sostenerla. El almuerzo al que nos había invitado era en cambio un acto formal, y por lo tanto lucía una actitud solemne. Era increíble su habilidad para asumir el rol que requería cada situación, podía ser muy locuaz en ciertos momentos, pero también conmoverse y solidarizarse con el sufrimiento ajeno de una manera que impresionaba.
Le gustaba poner pruebas sencillas, para coger en una falla a cualquiera de sus subordinados, particularmente del cuerpo de mandos. Si estaba exponiendo en el aula sobre un tema, y se refería por alguna razón a la Octava Conferencia, de repente se volvía hacia alguno y le preguntaba cuál había sido su consigna. Si el interrogado no la recordaba, la pronunciaba él en voz alta.
¡Comandante Jacobo Arenas, estamos cumpliendo! Y luego soltaba algún comentario ácido sobre quien no supo responder. Alguna vez me correspondió a mí el mal rato. Unos minutos después, intentó reconstruir una frase y la dejó a medias. Yo, alzando la voz, le añadí el final, por ayudarlo. Recuerdo su mirada inteligente, y su reflexión inmediata acerca de que se la había cobrado.
Igual se esmeraba en descubrir las motivaciones de sus interlocutores. Una tarde le comenté que a la hora del almuerzo, en la marcha, había cortado unas hojas de palma para sentarme a almorzar con mi compañera. Ella había sentido algo que se movía bajo su cuerpo. Al investigar con cautela, nos percatamos de que se trataba de una Cuatro narices, una víbora altamente venenosa.
Jojoy con camisa de civil. Foto: archivo Farc
No la vimos cuando elegimos el lugar. El Mono me preguntó de inmediato si la compañera tenía el período. Le dije que no. Entonces exclamó que en todo caso las mujeres tenían algo que repelía las serpientes. A mí me hubiera mordido. Al despedirme de él un rato después, me dijo que había entendido el porqué de mi historia. Estaba descalzo, reposando sus pies sobre unas hojas de palma. Usted quiso señalarme lo peligrosa que es esa práctica, ¿cierto?
Yo ni siquiera había pensado en eso. Pero para él no cupo la menor duda. El día de aquel almuerzo, nos leyó varios mensajes radiales recibidos de otros miembros del Secretariado. Iván Márquez le había enviado un emotivo poema en el que le ofrecía un brindis por su cumpleaños. El Mono se refirió a él como un hombre demasiado sensible, al que guiaban sus sentimientos, no la razón.
En la guerra no se podía obrar así. En el poema Iván afirmaba que antes los guerrilleros decíamos tenemos que ser como el Che, pero ahora decíamos tenemos que ser como El Mono. Recuerdo que se rio. En su parecer esa adulación buscaba ablandarlo. Repetidamente, Iván, en nombre del Bloque Martín Caballero, había enviado mensajes pidiendo que el Bloque Oriental los ayudara, aportándoles tropas y dinero, porque pasaban por una situación muy difícil.
Ojalá yo tuviera un océano a mi disposición, y una frontera como la de Venezuela, comentó con sorna. Qué no haría. Enseguida sentenció que los lloriqueos de ese Bloque obedecían a la incapacidad de sus mandos. Los invitados nos miramos sorprendidos y en silencio. El único que se atrevía a hablar así en las Farc era él. La palabra fracaso no tenía cabida en su mente, llamaba cobardes a los que vacilaban para asumir los retos, la modestia no era su fuerte.