Cuando la niñez es como un cuento de Navidad

Cuando la niñez es como un cuento de Navidad

"Sabemos que la niñez nos marca el resto de nuestras vidas, y según si fue felíz o  malograda, deja la impronta en nuestro ser"

Por: Carlos Fernando Botero
diciembre 31, 2018
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Cuando la niñez es como un cuento de Navidad

Además esta etapa inicial de nuestra existencia, es la única donde los seres humanos realmente conocemos la felicidad; ese término que ya de adultos queda convertido solo en un adjetivo, porque en la vida real nunca existe, solo vivimos momentos de “alegría” y son siempre efímeros. Aunque  claro, los niños también llegan a vivir cosas terribles que les afectará toda su vida, pero eso no cabe en este relato.

La Navidad en mi niñez siempre la viví como un cuento de Navidad; porque fuí un niño muy felíz en mi pueblito Caicedonia, el último del Valle del Cauca que colinda con el Quindío, de hecho es una población de pura esencia “paisa” perdido en el Valle.

Cuando tenía cinco años de edad que recuerde, empecé a escuchar villancicos que desde  el primero de diciembre  ponía a sonar el sacristán del templo hermoso que tenía diagonal de mi casa, en el parque principal.

La magia de la Navidad empezó en mi niñez por ahí, con unas melodías que sentía como voces de ángeles que me arrullaban en mi regazo aún dormido.

Y fue así durante muchos años, incluso creo saber que una vez fuí “grande” y ya no vivía en el pueblito, la tradición continuó aún sobreviviendo al inolvidable padre Gabriel Villalobos, quien siempre conocí desde muy niño.

En la niñez de mi pueblo,  el Niño Dios llegaba siempre al amanecer, nunca lo hacía a la media noche como suele ser hoy; la emoción de esperar los ansiados regalos nos hacían despertar a las seís y siete de la mañana, y justo al lado de la almohada estaban los regalos, grandes y pequeños paquetes envueltos en papel regalo, o una increíble bicicleta al lado de la cama o una patineta con un enorme moño.

Eramos ocho hermanos esperando ilusionados al Niño Dios, aunque muchas veces sucedió que por la ansiedad y felicidad de recibir los regalos del Niño Dios, pues Papá Noél no era quien los traía; uno de nosotros se despertaba a las dos o tres de la mañana y de una despertaba al resto de la camada para ver sus regalos, y seguíamos de largo el resto del día, ya nadie podía dormirse ¿Quién dijo sueño?.

Nos llegaban regalos del Niño Dios cada año de forma abundante como una familia acomodada, y la “desgracia” más terrible que le podría perturbar la eterna felicidad en Navidad a un niño de siete años me sucedió a mí, cuando estrenando con mis hermanos los preciados regalos, una carretilla amarrada con un caballo me aplastó el enorme “camión” que entonces eran de lámina y no de plástico como los de hoy, el que se halaba con una piola.

Recuerdo haber llorado mucho, hoy no recuerdo cómo sucedió el siniestro de mi camión, si fue por mí imprudencia o por maldad del carretillero, mejor no saberlo para no seguir con el  trauma.

Pero como en la Navidad todo es magia y milagros, mis padres le hicieron un ruego especial al Niño Dios y al rato ya tenía de vuelta otro enorme camión, y esta vez sí cuidándome mucho del carretillero, hasta recuerdo que habían muchas en esa época en el pueblito, por lo que cuando veía una, “conducía” mi camión lejos de la vista de ellas.

A la vuelta de mi casa estaba la familia Zuluaga, una de las más pudientes de Caicedonia; sus cuatro hijos eran nuestros amigos y doña Clarita, la mamá, solía hacer el pesebre más gigante de la comarca, al verlo en retrospectiva, debió ser el pesebre más vanguardista posible; pues incluía carritos, aviones, helicópteros y barcos, con cuyas  ovejas y pastores no tenían inconvenientes en convivir, y cuya puesta en escena era exótica para un niño de esa época (1981).

Cómo olvidar al “bobo Alipio”, un personaje  que se ahincó en mí memoria para siempre por su nobleza, ternura e inocencia.

La imagen que siempre tengo de él en Navidad, era que aún siendo un adulto jugaba con carritos halados con la misma fascinación de los niños, no pronunciaba bien las palabras pero expresaba por sus ebulliciones mucha felicidad.

Eran días en que aún no existía conciencia ambiental y todos los arbolitos de Navidad eran de pino que se hurtaban al bosque; sé que no fue por una epifanía que me revelaba el cuidado de la naturaleza porque un niño de diez años no sabía qué era eso en la época, pero un diciembre no sé cómo lo aprendí, pero hice un arbolito de Navidad de costal teñido con verde; armé con alambres los retazos del costal y fue un bello árbolito, fue una de mis mejores y quizá única, obra de arte que en mi vida he hecho.

Todo el tiempo de mi niñez hasta los doce años que abandoné mi pueblito, las navidades incluído todo diciembre; fueron para mí verdaderos cuentos de Navidad, felices, mágicos, milagrosos e inovidables.

Nunca olvido el afecto y cariño de los vecinos repartiendo de casa en casa natilla, buñuelos y muchos dulces de todos los sabores y formas, hasta recordar que  los niños llegábamos a enero enfermos del estómago.

Nuca olvido a mi madre organizando viandas con alimentos para regalar a los mendigos cuando tocaban a la puerta, lo hacía siempre, pero en diciembre lo doblaba además con natilla y buñuelos. Y como la casa de mi abuela estaba en la esquina de la mía, íbamos y veníamos la horda de hermanos comiendo lo que hacía mi mamá y lo que preparaba mi abuela, en una ronda de nunca acabar.

Esta semana ví en Facebook un bello video de Caicedonia tomado desde un dron  con su alumbrado, recorriendo los lugares donde prácticamente transcurrió mi niñez y mis maravillosos diciembres, y era, como decían las tías hace años, “deshacer los pasos”.

Las personas nos alucinamos con las grandes ciudades por las oportunidades y comodidades que estas ofrecen; pasan muchos años en los que no volvemos a nuestros pueblitos por lo menos los que en ellos nacimos, pero cuando volvemos a nuestros terruños a “deshacer los pasos”, nos damos cuenta que nuestra alma nunca salió de allí, solamente fue nuestro cuerpo.

¡Feliz Navidad y feliz año!

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