Primero, lo primero. Para quienes aún hoy, en pleno siglo XXI, no saben qué o quién es un Grinch, respetuosamente, los invito a dirigirse al siguiente link, para poder seguir: Reflexiones de un Grinch.
Luego de releer, re-oír y repasar las tristes noticias del diario acontecer colombiano, sigo creyendo que la bobalicona costumbre de apropiarse de la cultura navideña gringa como la de uno no es ni más ni menos que un tremendo pajazo mental.
Creer de manera imbécil que poner el muñeco de un tipo con cachetes y nariz roja, como cualquier borracho contumaz, enfundado en un traje de invierno rojo, en pleno trópico colombiano, a subirse por una falsa escalera en la ventana, cual caco criollo en busca de aguinaldos en casa ajena, es lo mismo que haber creído que Uribe no iba a gobernar en cuerpo ajeno. De la misma manera afirmar que empotrando en esas mismas ventanas unos exóticos renos jalando un trineo, en la tierra de los chigüiros o de las carretas arrastradas por flacos caballos, o zorras que llaman en la capital, es homenajear al niñito Jesús en su supuesto cumpleaños, es lo mismo que confiar en la mesura y las buenas maneras de la Cabal, la Valencia o la Guerra.
Tampoco se puede cohonestar con el estúpido afán consumista, que invade al colombiano y colombiana promedio desde junio. Confiar en la generosidad de las grandes cadenas de almacenes, en sus criollísimos black fridays, de rebajonas en los precios previamente incrementados con insaciable alevosía, no es ni más ni menos que confiar en que el proyecto de ley de reforma de las TIC de la simpaticona y tramposa ministra Constain no es hacerle un regalo a los imparcialísimos canales de televisión: Caracol y RCN.
Armar excursiones para ver los alumbrados de Cali, Medellín o cualquier otra ciudad que despilfarre dineros públicos y ponga en riesgo la seguridad energética del país, en un año del fenómeno climático del niño, emberracarse en redes sociales porque tal o cual alcalde no se apresura a armar, aunque sea un alumbradito con los muñecos viejos del año pasado, es lo mismo que estimar correcto endeudar a la nación colombiana, a fin de seguir con la teoría papuchesca, según la cual, lo importante no es serlo, sino parecerlo, en este caso, país nuevo rico en el club de la Ocde.
Insistir de manera desquiciada en animar, la marranada, la verbena, la novena o la farra comunitaria con pólvora, en el tonto supuesto del mes de parranda y animación, que como se anotó antes, empieza desde junio de cada año, los últimos años, es pretender que hoy, en diciembre, cientos y cientos de niños, niñas, adolescentes y ancianos ya no padecen de hambre y desnutrición, es suponer que los millones de desplazados colombianos y venezolanos, por obra y gracia de Papa Noel, el invasor de las inexistentes chimeneas colombianas, solucionaron milagrosamente su desarraigo y su deshumanización.
Finalmente, estresarse por el falso afán de adquirir la cena navideña, la comida de san silvestre o el colombianísimo turrón de reyes magos, es similar a presumir que no existen cientos de cadáveres de líderes y lideresas asesinados por los, también navideños, paramilitares. Es presumir que el precio puesto por las cabezas de los líderes indígenas no es más que una paranoica alucinación de los indios del norte del Cauca por efecto del dolor de nueve asesinatos en una semana.
Apiñarse frenéticamente en los centros comerciales o las grandes superficies en pos del pernil, el pavo o el pollo navideño, es figurarse que no existen desaparecidos, que la corrupción se acabó y creer firmemente, que el estudiante de Unicauca tuvo la culpa de la pérdida de su ojo, al agarrar a ojazos a un tierno miembro del Esmad.
Sí. Por todo lo anterior y por muchas cosas más, es que uno se pregunta: ¿cómo no ser un Grinch en Colombia?
En todo caso: felices fiestas y gracias totales.