Entre el derecho a no creer en el Niño Dios y el de ser niño

Entre el derecho a no creer en el Niño Dios y el de ser niño

Publiqué en Facebook lo siguiente: “A los niños les informo que el Niño Dios es papá y mamá. No se dejen engañar de los adultos”. Las reacciones no se hicieron esperar

Por: Ramiro Guzmán Arteaga (*)
diciembre 04, 2018
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Entre el derecho a no creer en el Niño Dios y el de ser niño

Mi Facebook, que con el paso del tiempo se ha convertido en una especie de diario íntimo pero público, lo cual le imprime un sello personal, ha estado a punto de colapsar por respuestas de todo tipo. Las hay cargadas de odio, otras no tanto y las mejores con argumentos comprensibles aunque no compartidos. Otras fueron auténticas réplicas de teorías culturalistas y antropológicas, en las que sus autores justifican su fe en Dios con el argumento válido del “respeto por las creencias”. Y no faltaron miembros de mi familia que expresaran su rechazo absoluto y hasta se sintieron desilusionados porque me creían “más inteligente”.

En fin, a todos les expreso mis agradecimientos por igual, pues creo que nunca había recibido tantos comentarios controversiales por algo tan sencillo de comprender. Sin embargo, creo que de eso se trata, de que la tecnología y el ciberespacio también sea un punto de encuentro para controvertir, para acuerdos y desacuerdos, de encuentros y desencuentros, de consensos y disensos.

Lo único que lamento es que los niños, a quienes iba dirigido mi lapidaria frase, no se hayan pronunciado. Y dudo que sus padres hayan compartido la frase con ellos, que los hayan dejado pronunciarse con libertad y sin condicionamientos. En todo este contexto les comento una infidencia, la única respuesta que obtuve de un niño fue la de mi hija de nueve años: “papi, los niños no saben la verdad y por el gusto que se la escondan porque algún día descubren la mentira”. Aún estoy tratando de interpretarla.

Lo otro es que pienso que no les damos libertad a los hijos y hasta hay padres que hacen las tareas por ellos. Siendo jurado de un concurso de cuentos infantiles Gabriel García Márquez se lamentaba de que fueran los padres los que escribieran los cuentos de los niños y no ellos mismos.

En una de las respuestas que recibí un padre —me imagino de carácter rígido— le dio gracias a Dios de que sus hijos aún no supieran leer ni escribir para que no se encontraran con mi frase. Otros hasta se alegraron de que sus hijos no fueran mis estudiantes y se lamentaban de la clase de educación que comparto con los míos en la universidad. Tengo la experiencia en el aula de clases de jóvenes que, luego de pasar la lista inquisidora de asistencia, se me acercan y me piden que no pronuncie sus segundos nombres en voz alta. Los argumentos no pueden ser más reveladores: “es que ese nombre que me pusieron mis padres es feo, profe, y ojalá me lo pudiera quitar”, me dicen. Pienso que en esto de criar a los niños todos los padres están en su legítimo derecho de guiarlos por donde ellos deseen y con los métodos que consideren el más adecuado. Lo que no creo justo es que no les brindemos la oportunidad de escoger ni siquiera su propio nombre.

En esta dirección, los profesores nos vemos frente al paredón cuando un estudiante, en el espacio más hermoso y democrático que existe en el mundo, como lo es el aula de clase, nos preguntan si creemos o no en Dios. Pregunta sencilla pero difícil de responder. “Debo decirte —le digo a manera de introducción— sin que mi respuesta comprometa si tú crees o no, sin que te afecte lo que en tu casa te enseñaron tus padres, que, personalmente, no creo en dios. Soy ateo”. Debo reconocer que es una respuesta con una introducción evasiva, que la hago por temor a no herir sentimientos, pero es un preámbulo cobarde por temor a decir una verdad de frente sobre lo que soy. Y lo hago porque también pienso que ser ateo no es motivo para adoctrinamientos, pues se caería en una especie de “ateísmo religioso”, sectario, el cual tampoco practico.

Pienso que ser ateo es un estado al que se llega sin adoctrinamientos sino por sana convicción y después de intentar andar por los caminos de la academia, la ciencia y el conocimiento, después de intentar comprender la historia de la humanidad y en particular de América Latina, Colombia y Córdoba, luego de intentar estudiar y comprender el origen de la vida y del ser humano en sociedad, de comprender el origen de las ideas y convicciones religiosas. De modo que el ateísmo no es un dogma, a él se llega por nuestros propios pies, después de hablar con la gente, de comprender sus sufrimientos, angustias y esperanzas, con las cuales casi siempre mueren sin lograr sus deseos terrenales. También al ateísmo se llega después de diferenciar entre lo que es la religión, la razón y el ser social como determinante del pensamiento, e incluso, de las ideas religiosas. Por eso es que justifico la introducción que hago a quienes, como mis estudiantes, me preguntan si creo o no en Dios, que es lo mismo que le digo ahora a quienes me leen y a quienes leen esta respuesta, a quienes amablemente respondieron mi frase lapidaria, pero cargada de una convicción personal, certera y absoluta; una frase que no transfiero, ni negocio, ni corrijo. Lo digo sin odios ni amargura en el corazón.

Próxima semana: El Niño Dios, lo que va de la mentira a la imaginación

 

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