Nunca resultará fácil modificar las reglas de un sistema político-electoral en el cual los grandes gamonales (amplia mayoría en el Congreso) se sienten a sus anchas. Nuestro sistema electoral es profundamente corrupto, desigual, inequitativo y antidemocrático; proclive a favorecer las grandes maquinarias, carteles de contratación, caciques regionales (en juego con administraciones departamentales y municipales) y mafias electorales. Su reforma estructural es ante todo un imperativo moral y social en un país donde la corrupción ya hizo metástasis y los políticos tradicionales han vuelto realidad aquello de “hacer política es pa’ ricos o mafiosos”. A la reforma política del gobierno le falta un debate en la plenaria de la Cámara y pasará con vida al siguiente periodo de sesiones donde le restarán cuatro debates. Sus principales componentes son:
¿Voto preferente o lista cerrada?
Vuelve y juega el eterno debate: cerrar y bloquear los listados. En cada reforma política siempre se exaltan las “virtudes” de la lista cerrada: fortalece los partidos, cohesiona liderazgos, disminuye el costo de las campañas, facilita el control a los recursos etc., esa es una propuesta que camina “firme” en cada reforma hasta que es hundida en los últimos debates. La lista cerrada siempre se va a enfrentar con el temor al “bolígrafo”, es decir, a la certeza que los partidos terminen siendo cooptados por camarillas que determinen sin mayor criterio quienes integran los primeros renglones de los listados. Algo que tiene mucho sentido ya que la lista cerrada en la práctica estimula el perfil de los políticos de carrera por encima de aquellos de opinión. Sin embargo, la única forma de cohesionar los partidos y abaratar el costo de las campañas es acabando con el voto preferente. De entrar en vigencia en 2019, la fórmula “salomónica” que ofrece el gobierno es que se conserven los liderazgos que fueron elegidos en 2015 quienes pasarían a ocupar los primeros renglones en cada listado.
Sigue vivo el Consejo Nacional Electoral
Tal vez uno de los componentes más importantes que el Congreso le suprimió a la reforma política fue su intención (reciclada de la fallida reforma del 2017) de reestructurar el Consejo Nacional Electoral (CNE). Una entidad politizada, ineficaz y un simple escampadero de los excongresistas quemados que terminan siendo elegidos, por sus copartidarios, como consejeros. En el país no contamos con una autoridad electoral robusta, seria y autónoma. El CNE simplemente es un articulador entre los partidos para “hacerse pasito” y continuar profundizando la impunidad. Detrás de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes el CNE es la entidad más inservible del país. Asimismo, no cuenta con la capacidad humana y técnica para monitorear los ingresos de miles de campañas en cada elección o sancionar a los que se vuelan los topes o reciben financiación ilícita. Tal vez una propuesta que podría hacerle contrapeso a la continuidad del CNE es la relativa a crear un modelo de financiación preponderantemente estatal para las campañas electorales.
Senado regional y “tecnomermelada”
Otra propuesta de la reforma que parece calcada de la fallida reforma política del 2015 es la de establecer un Senado integrado por 70 senadores elegidos por ocho circunscripciones regionales y 30 elegidos por circunscripción nacional. Se conserva el número de 100 senadores a la par que se busca otorgar un asiento en el Legislativo a departamentos que por su baja densidad poblacional o censo electoral nunca han tenido un senador propio en el Capitolio. Está propuesta tiene sentido en clave de descentralizar la representación política en el Senado ya que los grandes centros poblados del país tienen por efecto arrastre una mayor cantidad de senadores.
Algo novedoso en la reforma es aquello de otorgarle al Congreso el manejo de una “quinta parte del presupuesto nacional de inversión”, es decir, cerca de 9 billones de pesos que los “Padres de la Patria” podrán invertir en sus regiones previa aprobación de la plenaria y el Departamento Nacional de Planeación (DNP). Es la “tecnomermelada” ya que implica la legalización de la práctica que han utilizado los gobiernos para concertar mayorías en el Congreso. De aprobarse le daría un altísimo poder al DNP y podría destrabar con creces la precaria gobernabilidad de Duque.
¿Pasará?
Con este tipo de reformas no se pueden hacer muchas ilusiones porque en el último debate se puede hundir totalmente. Las reformas políticas terminan siendo una suerte de transacción entre una agenda de gobierno y la clase política tradicional para reformar o ajustar prácticas desgastadas. Depende de la capacidad del gobierno para concertar una visión en conjunto y que así todos los sectores políticos se sientan partícipes de un “cambio” así resulte precario. La propuesta de Duque tiene puntos positivos y otros que dejan serias inquietudes. Sin embargo, sí plantea soluciones estructurales a un sistema político-electoral corrupto por naturaleza.