Este es el dilema que los seres humanos debemos resolver a diario. En Colombia, alienados durante más de medio milenio, desde la invasión española, la cuestión parece ser más difícil porque aquí fuimos amaestrados por los predicadores más inquisidores.
La clase gobernante acostumbra mezclar la realidad con la utopía, la necesidad con la esperanza, lo humano con lo celestial y todos los problemas del país son abordados con el mismo discurso. Nos ha enseñado a buscar las soluciones en las plegarias a dios, a la virgen, a los santos, a los ángeles, en lugar de resolverlos en forma física y laica, no virtual ni religiosa. Los niños desnutridos y enfermos se mueren por más oraciones que se eleven al cielo y ninguna necesidad se satisface con rezos.
Para educar bien se requiere de infraestructura adecuada, de docentes bien preparados, de materiales audiovisuales, de laboratorios, etc. Para una buena atención en salud se necesitan centros de salud, hospitales bien equipados, suficientes médicos y nutricionistas, capacitados y especializados, medicamentos de buena calidad suministrados oportunamente, etc.
La respuesta a las demandas sociales no puede ser “Es que somos un país pobre y carecemos de presupuesto”, argumento que sería válido si no existiera la corrupción encabezada por los más altos funcionarios estatales, si apenas se destinara a la guerra el 5% del actual presupuesto y no el más alto rubro para ella, si no viviéramos colgados pagando al exterior deudas innecesarias, contraídas sobre todo para robar.
Colombia podría estar a la altura de los más desarrollados del mundo si clasificáramos las necesidades nacionales y priorizáramos la solución de las más urgentes, de acuerdo con la cantidad de personas afectadas, pero no al revés como siempre lo han hecho. Aquí disponemos de mayores recursos que el norte de Europa pero el sistema socioeconómico que nos impusieron aquí no permite una distribución equitativa de las riquezas como en los estados escandinavos.
Los templos dedicados a los cultos religiosos siempre están abarrotados de creyentes rogando a los espíritus la solución de sus problemas personales y familiares o agradeciendo por lo que han obtenido mediante métodos ilícitos. El desespero es tal que es frecuente escuchar: “Esto no lo arregla sino el de arriba”, “Los humanos somos pecadores y por eso no somos capaces de organizar el país; de ahí que tengamos que apelar ante dios para que nos ayude”.
Seguiremos equivocados mientras confiemos más en seres extraterrestres, jamás vistos, que en nosotros mismos, seres humanos, organismos vivos y palpables.
El mejor camino no es entregar a los espíritus la solución de nuestros problemas; somos nosotros quienes tenemos que resolverlos por medio de normas justas, equitativas y ecuménicas. Las religiones son sistemas de creencias que deben respetarse, pero a ellas no se les puede encomendar la organización de la sociedad, este es un asunto de exclusiva responsabilidad de los humanos. No podemos culpar a los espíritus de las injusticias y maldades ejecutadas por el sector feroz del género humano.