Existe una variedad de objetos presentes en la cotidianidad de muchos individuos, que al volverse tan comunes y corrientes se convierten en elementos fáciles de ignorar. Vasos, platos, bolsos, lápices, celulares y libros se convierten en parte del entorno y, por lo tanto, anodinos. Esta pérdida de sustancia y relevancia para sus propietarios desencadena toda una serie de desconocimientos como restarle trascendencia a todas las personas y universos que estuvieron presentes en el ciclo, desde la producción de los artículos hasta el arribo a sus vidas.
Detrás de cada elemento, artilugio o herramienta, que de manera cotidiana pasa por nuestras manos, existen múltiples historias y mundos. Ejemplo de esto son los textos escolares y educativos que Mario Herrera se encarga de mercadear y vender por el sur de Bogotá. Su día a día transcurre en correrías comerciales con profesores, rectores y monjas, pero hace 32 años sobrevivió a una catástrofe: cuando la naturaleza arrasó con Armero.
La prosperidad y la tranquilidad que se disfrutaba a diario enalteció al pueblo y lo convirtió en protagonista de la discusión política que buscaba dirimir cuál debía ser la capital del Tolima en cierta época. Para muchas orillas, la bonanza y desarrollo de Armero lo encumbraban sobre Ibagué, Espinal u Honda. El 13 de noviembre de un memorable 1985, alrededor de las 9 de la noche, la erupción volcánica del Nevado del Ruíz irrumpió como moderador del disentimiento regional con unos argumentos bastante dicientes: un deshielo convertido en lahares y avalanchas de lodo y lava dejaron a su paso más de 23.000 muertos y una incertidumbre: ¿cuál fue el destino de Ángela Viviana? La hermana de Mario.
El algodón y el café, otrora motores económicos potenciadores de la evolución municipal, la mañana siguiente de la tragedia se encontraban desperdigados en la mezcolanza de fango volcánico, cieno trasnochado y aguas alborotadas del río Lagunilla. La escena parecía una sopa desoladora, donde las guatas algodoneras y los bultos de moca eran las verduras, y los cadáveres: bastimentos y presas de carne. La amalgama anegada de la peor devastación en la historia de Colombia se convirtió en un panorama caldoso que suprimió las carcajadas y llantos de Ángela y trastornó el destino de Mario Herrera.
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De manera coloquial se afirma que los sobrevivientes de masacres violentas o de calamidades domésticas y familiares por la acción de la naturaleza, comparten una peculiaridad: el cruento rastro de la muerte, una mancha testaruda, perviviente e ineludible que se convierte en dermis y en espíritu. Los vestigios de la tragedia colonizan la fisonomía y el alma por el resto de sus vidas, donde las cicatrices físicas, traumas, sentimientos revanchistas, culpas, vigilias por pesadillas y los sollozos rutinarios surten como testigos y memorandos vitalicios de la desdicha.
En un bazar o certamen, donde se premie la gravedad o sufrimiento por la desgracia de una víctima, Mario Herrera tendría todas las papeletas y números del talonario. Sorpresivamente, se presenta en la actualidad bajo un look sobrio y jovial, y una semblanza afable y risueña. Sería sencillo juzgar y argumentar, digno de las ligerezas cometidas por los ajenos a sufrimientos y tragedias, que este hombre cada día, temprano en la mañana, abre su armario y se despliega un menú con diferentes disfraces: colombiano común, padre de familia dominguero, forofo de estadios de fútbol, esposo de cenas románticas en restaurantes (la pareja no viene incluida) o taciturno conductor en cualquier trancón bogotano. Un dummy que enmascara, de manera cotidiana, bajo camisas a cuadros y bluyines, una tristeza colmada de recuerdos, tristezas y preguntas. Es tan así su templanza que pululan en el espacio diferentes preguntas: ¿cómo hizo para superar una de las peores noches registradas del mundo contemporáneo?, ¿cómo hace para seguir sonriendo, mientras relata la noche en la que combatió contra la gélida y nocturna corriente de agua por la humanidad de Ángela Viviana?
Su aspecto físico impoluto de cicatrices le ayuda en su cometido de no revictimizarse y despertar lastimas fútiles y superfluas. De las marcas íntimas y sentimentales sería bastante pretencioso entrar a escudriñar, ya el mundo está atestado de psicólogos y videntes, y no se necesitan terapias catárticas o regresiones para evidenciar o afirmar la existencia de la aflicción que el Nevado del Ruíz y la ausencia de su hermana le estamparon en su interior. Es de bastante valor lidiar con la marca de la muerte con el regocijo de la vida.
Es difícil afirmar cuántos relojes tiene en su posesión, el día de su regresión narrativa portaba un Fossil, una marca reconocida mundialmente por su precisión, elegancia, materiales finos, y que bajo el agua, a bastantes metros de profundidad, sus agujas continúan su labor de manera perenne. Si cree en Dios o no eso importa poco, pero algún ente superior o tal vez las arbitrariedades del destino decidieron que portara el día de la tragedia un reloj Orient, de importancia sentimental como precoz regalo de grado a un Mario bachiller, que quería ser ingeniero agrónomo, pero que, a diferencia de su reloj actual, no tenía la misma fiereza y calidad para combatir con la desbordada agua del río Lagunilla.
10:15 de la noche fue la hora en el que su reloj se detuvo para siempre, aún lo conserva, no por su calidad fallida o para revenderlo como artículo retro o vintage, tan de moda hoy en día. No, es un recuerdo treintañero del momento en el que sujetando a su pequeña hermana cayó por primera vez a las aguas. Dos hermanos y dos destinos. Una lamentable separación comenzaba a gestarse entre la inundación y ese fatídico chapuzón.
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Las erupciones volcánicas y desbordamientos de lodo a finales del siglo XIX, además de temblores y muertos, produjeron una situación bastante extraordinaria: el paso de los lahares por los valles y territorios, donde se encontraban pueblos como Armero, fue abonando y fertilizando los terrenos. Una especie de retribución ilógica de esas situaciones fantásticas de la naturaleza, comprensible solo para expertos en la materia, trajo prosperidad agrícola e inauguró el rol de tierra prometida que disfrutó el municipio en el transcurso del siglo XX.
Este prolífico tesoro tolimense, con una tierra promiscua para fecundar todo tipo de productos agrarios y de sueños campesinos, le abrió sus puertas a numerosas diásporas que huían de esa violencia que aún coloniza el campo colombiano o que buscaban un paraíso que hiciera realidad sus sueños. Entre trochas caniculares, polvorines que se convierten en aire, burros, mulas y pobreza, ilusiones y enseres, y bultos de sueños, la familia Herrera arribó buscando su pedacito de cielo. Algodón, flores, café, arroz, entre y escoja el camino de enriquecimiento. La oferta de proyectos de vida era tan variada como los granos en una bolsa de lentejas.
La situación geográfica y económica de Armero comenzó a configurar un entramado social bastante próspero. Un teatro municipal que en Honda envidiaban, un estadio de fútbol que el Espinal anhelaba, bancos regocijantes daban grandes créditos a hacendados pujantes y una vida comunitaria bastante tranquila y sin sobresaltos. Una especie de pesebre navideño con electricidad eficiente y heladerías atiborradas que en la mayor parte del siglo XX se fue construyendo. Un crisol de gentes provenientes de distintas partes se cohesionaban bajo el desarrollo y el crecimiento. No hay nada más certero para convertir a una localidad en segura y bonancible, que los pobres de manera conjunta se acomoden. Desde Ibagué todo este experimento social se veía con recelo.
De esos dichos populares: “No hay felicidad completa” o “no todo lo que brilla es oro”, pareció escuchar alguna vez el Nevado del Ruíz. El faro natural que por muchos años vio desde lo alto la evolución de Armero, las casas de una planta que pasaron a dos pisos, el porcelanato de las mejores terrazas urbanas y los jeeps willys último modelo que se multiplicaban, parece que un día decidió que la fortuna y el bienestar habían caducado.
13 de noviembre de 1985. Primeros rayos del sol. Mario no recuerda con precisión las prendas de vestir que cubrían el cuerpo de doce años de su Ángela, pero sí que su mano sujetaba la de ella, como lazarillo fiel de la ciega inocencia de la tardía niñez, un hermano mayor ad portas de graduarse guiaba a las puertas escolares a su colactánea menor a otro día, común y corriente, de aritmética, biología y geografía de primero de secundaria.
6:00 p.m. La noche llegó y se caracterizó por la arenilla que flotaba en el aire, donde quiera que veía había una especie de escarcha ocre, de un marrón que en una paleta de colores coqueteaba con el gris, vaticinaba lo que no hizo ninguna alarma, ninguna autoridad ni ningún artefacto de perifoneo. Una noche que nadie, desde Punta Gallinas al punto más austral amazónico, iba a olvidar.
Mario prosiguió su noche, haciendo de Pietro Crespi en Cien años de soledad, ocupándose en visitas románticas de noviazgos pueblerinos, esos que la inexistencia del chat y los celulares, les obsequiaban proximidad. A eso de las 9 de la noche, cerraba la puerta de su casa dejando detrás una lluvia torrencial que al entrelazarse con la arena y la ceniza, provocaron un apagón. La realidad catastrófica y su tesitura eran indiscutibles. La situación que expertos profetizaron mucho antes y que ninguna autoridad en los distintos niveles de gobernabilidad previó y neutralizó, con el pasar de los minutos se hacía presente. El tráiler que muchos ignoraron se convirtió en una película de terror a la que pocos sobrevivieron.
10 de la horripilante noche. El casero convidó a Mario a salir y buscar un refugio, acto seguido, como en las horas matutinas hizo, tomó a Ángela Viviana de la mano y salieron a la calle, entregándose al destino. Lo azaroso se convirtió en fehaciente al ver cómo el camión de bomberos se volcó por la acción del agua, parecía un patito de hule al vaivén de las olas de una tina, pero esta vez el furgón no flotó y se convirtió en un elemento más del río Lagunilla. El agua desbordada colonizó lo que antes era pavimento, antejardines y andenes donde se saboreaban helados de vainilla. Buscar un punto alto se convirtió en necesidad para los hermanos Herrera, que luego de un periplo de varias cuadras con las piernas sumergidas, encontraron a una especie de Noé armerita vestido de señora prestante con vestido, que tenía como arca una casa de dos pisos y planchón de azotea incluido.
¿Cuántos atardeceres disfrutó esta plancha con soles especializados en broncear y de apaciguadas charlas en mecedoras? Difícil saberlo, pero esa terrible noche sirvió de lancha para decenas de habitantes, muchos de ellos ayudados por Mario. Esa azotea que por mucho tiempo sirvió de cima de la cuadra pareció contagiarse del berrinche de la gran cima volcánica y desfalleció. Una explicación menos metafórica y coherente se relaciona con el sobrepeso al que fue obligada. Grietas y crujidos del cemento, y la lancha se abrió en dos como el mar Rojo, pero, esta vez, todos fueron a parar al agua.
Corrientes de agua, lamentos, gritos y llantos desconsolados se contrastaban con su olímpico esfuerzo de mantenerse a flote junto a su hermana, buscando algún árbol o estructura que les sirva de salvación. Uno, dos, tres chapuzones más, su cabeza emerge y su historia se parte en dos. Ángela Viviana pasó de realidad a recuerdo traumático. Es en este momento, en el que se resigna y se entrega a la muerte, pero la ambigua naturaleza hace que la misma agua verdugo de su hermana lo establezca en un robusto tronco. Allí, sentado a 3 kilómetros del pueblo, es cuando los sentimientos y cuestionamientos afloran, antes no había tiempo para eso. “Uno no tiene tiempo ni de asustarse por la supervivencia”, expresa Mario. Sin su hermana y un sinnúmero de cicatrices y quemaduras embadurnadas con barro candente comienza a deambular y sus pies pierden todo tipo de humanidad: pisa cadáveres como charcos. Antiguos vecinos, amigos o rivales del fútbol, ahora eran baldosas.
Así siguió la noche. Se encontró con diferentes anécdotas e historias, y junto a un grupo variopinto conformado por una niña en llanto, una persona que horas antes podía caminar y ya no y un borracho que, tal vez, estaba agradecido porque la devastación era una laguna por la sobredosis alcohólica, se asentaron en una especie de oasis tolimense, una isla conformada sobre el fango y el agua y ahí pernoctaron.
6:00 de la posapocalíptica. Estruendos volcánicos se escuchan a lo alto a modo de soundtrack de un panorama desgarrador. La neblina maquilla una especie de despertar de zombis, muertos vivientes que antes parecían cadáveres, abofetean las estadísticas de mortandad y comienzan a levantarse. Pero son minoría, entre el agua anegada y el lodo yacía muerto Armero, completamente arrasado y de manera trágica y evitable, se metió en los anales de la historia.
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De Armero se han contado infinidad de cosas e historias en centenares de artículos periodísticos, crónicas o reportajes. Libros y películas hay para escoger. El nombre de Omayra Sánchez es conocido mundialmente, pero Mario Herrera nunca la conoció. Las calles o parques, donde tal vez algún día se tropezó con ella, se transformaron en una ciénaga de dolor, donde a primeras horas de la siguiente mañana intentó encontrar a Ángela Viviana. Sin éxito y con la desazón de no querer ver a su hermana convertida en un cadáver maltrecho con retazos de fango embarullado con sangre, abandonó la búsqueda. Sería tortuoso para cualquier ser humano encontrar a una sonriente niña con ávida felicidad y sueños convertida en una especie de masa encharcada, como aquellos bultos de cemento utilizados como barreras o espolones en pantanos y riachuelos.
Los testimonios posteriores de habitantes se volvieron palabras de aliento para la familia Herrera, muchas personas argumentaron que, supuestamente, Ángela Viviana sobrevivió y fue vista en algún centro de rescate. Mario fue enviado a Bogotá con unos familiares y sus padres, habitantes de una hacienda cercana a Armero pero alejada de la tragedia, se quedaron siguiendo el rastro de una niña de doce años que fue vista, herida y llena de fango, pero viva. Muchos niños de distintas edades, desde neonatos a infantes que ya sabían sumar y multiplicar, se convirtieron en víctimas protagonistas de otra tragedia posterior, más humana que natural: la feria de niños desaparecidos en adopciones ilegales con diferentes destinos nacionales e internacionales.
Esta venta al por mayor y detal, inhumana e irrespetuosa de líneas familiares y suplicios sentimentales, se dio por distintas vías. En esta coyuntura, la frontera entre lo legal e ilegal fue bastante difusa, desde el Instituto de Bienestar Familiar hasta raptos arbitrarios separaron a niños de sus familias. Como dioses déspotas alteraron estas vidas infantiles y les construyeron destinos bastante alejados como Holanda, Suecia, Estados Unidos, Israel, España o Canadá.
Mario Herrera, en la actualidad bordea el quinto piso y 33 años después de la tragedia, sigue buscando a su hermana. Un leve temblor o el más común relámpago sirven para alborotarle los nervios, un trauma que su familia ya se acostumbró. Gracias a fundaciones como Armando Armero continúa sus pesquisas con la convicción de que Ángela Viviana aún sigue con vida en algún punto del planeta, hablando otro idioma, vistiendo diferente, pensando distinto, pero sonriendo y llorando igual.
Quizás en un restaurante en Barcelona, un cafetín sueco o un parque en Boston, o tal vez en alguna calle de Ámsterdam, una noche estrellada se llena de nubarrones y se desata una tormenta con estridentes truenos en el cielo; y de inmediato una mujer de 44 años con abrigo rojo como el de la niña de la Lista de Schindler sufre un ataque de ansiedad y una crisis de pánico, sin saber el por qué de esta aflicción. En ese mismo momento, pero diferente huso horario, en el Colegio Distrital Patio Bonito II, un agente comercial de textos escolares comparte un café con el rector, pero sorpresivamente, al mirar una colegiala de unos 12 años que pasa corriendo siente tristeza y con obnubilación siente la necesidad de mirar el cielo nublado a través de la ventana. Una inundación separó a dos almas hermanas, una fraternidad que mantiene la incertidumbre si son metros de tierra o kilómetros de distancia lo que las separa. Una hermandad que aún se encuentra unida de manera sideral, ya sea por los traumas o por el infinito amor.