Jacques llega todos los días a las cinco a prender los hornos de la pastelería que lleva su nombre. Detrás suyo entran setenta personas a amasar las baguetes, a batir los huevos y a porcionar las frutas para sus clientes del turno “antes de abrir” que ha diseñado especialmente en un horario de cinco y media a ocho de la mañana. El movimiento de la calle 109 lo inauguran las camionetas blindadas que antes de detenerse frente a la única casa francesa de la cuadra, ya se han asegurado de que los cocineros tengan el delantal puesto. A esta hora los comensales entran por la puerta de atrás que va directamente a la cocina donde el personal está listo para atender a quienes no tienen más de una hora para esperar unos huevos revueltos con capuchino.
El ejército entrenada por el francés Jacques Anato sabe que de las paredes de esa casa no pueden salir las palabras que se hablen allí. Sus ojos deben estar puestos en la yema de los huevos y sus oídos atentos al hervor del chocolate. Los meseros pendientes para alistar los cubiertos de la mesa de los expresidentes o sí es Amparo Grisales, la creme brulee de maracuyá en el salón azul emperador.
Allí a cada empleado se le llama por su nombre. Maritza hace las milhojas, postres que Jacques compara con la felicidad. José hace unos panes de avena que son de la línea “adelgazante” pero que no tienen nada que envidiarle a uno engordador. Guillermo hace la masa brioche para la pastelería de lujo, Liliana los sánduches de roastbeef y Freddy las terrinas que son tortas de carne. Ellos antes de llegara aquí eran celadores, cajeros de supermercado o empleadas del servicio pero Jacques les ha enseñado todo pues como el mismo dice prefiere invertir en la gente antes que en la harina.
Jacques Anato llegó a Colombia cuando las bombas de Pablo Escobar eran noticia.
Aterrizó un sábado a las once de la noche en el centro de Bogotá siendo universitario y a los cuatro meses conoció a Adriana, una cartagenera de familia libanesa y se casó. En ese momento la única pastelería francesa que existía en la ciudad era Michel. Había un terreno para competir pero Jacques no quería ser el cliché del francés con el esfero en la oreja ni vender huevos a cien pesos con ponqué Ramo, sino montar una pastelería de lujo.
Jacques aprendió a hacer pan a la fuerza una mañana en que su panadero no fue a trabajar y los clientes pedían a gritos un croissant. Como fiel cristiano que es, dice que Dios le mostró los dones que tenían sus manos. Calculó el agua, midió la harina y vio como el pan crecía en el horno; desde ese momento se convirtió en el panadero de su negocio. Jacques es devoto de la Iglesia cristiana El lugar de su presencia. Allí asiste sin falta todos los martes y jueves antes que salga el sol.
Este cocinero sobreviviente de un cáncer produce una carta de 700 platos en la que no hay cuchuco, mazamorra, arepa de huevo ni sancocho porque no es lo que sabe hacer. Su cocina parece sacada de la película Ratatouille incluso por la puerta roja que despacha los pedidos. Lo suyo es el filet mignon, el pato a la naranja y la boullabaise.
Jacques amanece con el olor del pan caliente en la nariz y se saborea pensando en una sopa de cebolla. Todos los días se despierta para ofrecer panes que unan a partidos políticos y candidatos rivales en torno a un buen desayuno. Él no ve noticias pero sabe que en su casa se cocinan todas, por eso cada mañana espera a sus protagonistas quienes siempre salen con un pan debajo del brazo.