Alguna vez, y de eso hace como veinte años o más, Colombia tuvo un solo paraíso que se recuerde, de esos que la tierra brota de cuando en cuando. A los quince años llegué por primera vez a San Andrés, fue en una noche de noviembre después de que el avión de Sam atravesara una fuerte tormenta a las cinco de la tarde, tan fuerte que hubo que aterrizar en el aeropuerto alterno, en Ciudad de Panamá, con un vidrio de la cabina de los pilotos un poco averiada. Y tan fuerte fue y con gritos de mujeres, llantos de niños y hombres presos del pánico, que me prometí en el momento de aterrizar dos cosas: que nunca en adelante me provocaría miedo viajar en avión, y que los amaría de por vida.
Claro, no pude ver desde el aire lo que en una espléndida mañana o tarde, con brillante sol y cielo azul se aprecia cuando se llega a la isla. Mi experiencia fue más bien desconcertante. Pero al día siguiente y con una mañana despejada aunque poco soleada por la impresionante tormenta de la tarde anterior en esa parte del Caribe, ví ese gran mar muy azul frente a mis ojos, con unas playas largas y amplias que se mostraban ante mis ojos de arena blanquísima, y la imagen surrealista para un jovencito, de una isla pequeñita que se percibía más allá. Ya desde allí ese lugar encantado empezaría a hacer efectos en mí.
De hecho creo que la ventaja que tienen los niños es que se pueden sorprender y maravillar más que los adultos, y yo ya lo estaba con cada descubrimiento y paso que daba en compañía de mis padres. Lo que a continuación siguió fue escuchar a los nativos hablar en un dialecto con atractivo ritmo y sonido, recuerdo escuchar que le llamaban “patois” a su idioma, hoy le llaman “creole”, ya nunca volví a escuchar aquel nombre. Y ver a esos “sanandresanos” puros o raizales con sus cabelleras largas y con trenzas, unos de piel de un negro cobre, otros más claros y muchos de ojos verdes; mujeres esbeltas, altas, hermosas muchas, fue aún más alucinante.
Me parecía entonces más abrumador para mis escasos años saber que ese lugar, esa isla, ese mar, ese cielo y esos impresionantes, enormes y numerosos almacenes con los electrodomésticos más modernos, todo eso junto, fuera de nosotros los colombianos. Ya mi arraigo con el mar, con su gente, con su aroma, sería épico desde ese viaje.
Fue en una ida a San Andrés dos años después, que recibiría una pócima con la que me hicieron un “conjuro”, y aunque me prometieron aquella vez que duraría toda la vida, creo que hoy está por romperse, muy a pesar mío.
Después de habernos rebuscado fondos para irnos a San Andrés tres amigos con las novias, y habiendo hecho una “rumba” en el antiguo y tradicional grill “Los años locos” de Cali con la “ayudita” del papá de uno de los amigos, viajamos felices a la isla.
A la vuelta de esta en algún lugar que era como una especie de cueva, un isleño nos dió de beber “agua de racol” que era dulce y caía por algún resquicio. Nos prometió que quien bebía esa agua, nunca dejaría de ir a la isla, que la amaría por siempre, que ese encantamiento duraría por el resto de nuestras vidas, como quien dice, viajaríamos a San Andrés con solo chasquear los dedos. Lo asombroso es que el “embrujo” funcionó al menos para mí, pues continué yendo a San Andrés casi cada año. Lo más asombroso es el hecho que nunca nadie me ha dado razón allá de la tal “agua de racol”, nadie jamás ha escuchado ese nombre ni sobre esa agua milagrosa, nadie la conoce; pero de lo que yo sí tengo certeza hasta hoy, es que una vez tomé “agua de racol” en San Andrés, de eso doy fe.
Ya con el bachiller terminado, le dije a mis padres que me iría a estar un tiempo en San Andrés trabajando, algo que a mi mamá le entusiasmó pero que a mi papá lo deprimió, aún así la decisión estaba tomada, algo que no era tan disparatado para un “niño bien” que llegó a organizar una rumba para conseguir el dinero para viajar con su novia y sus amigos, y en una época que obviamente era más segura, tranquila y con la promesa celestial de que iría al “paraíso” en la Tierra, donde prácticamente no correría ningún peligro.
Cuando me bajé del avión en San Andrés, con una pequeña maleta y una gran sonrisa en mi rostro, pronto empecé a ver la realidad y mi entusiasmo se empezó a diluir. Me acababa de dar un totazo en la cabeza al caer en cuenta que no tenía dónde vivir, osea no tenía un lugar para llegar, no sabía cómo me alimentaría, y lo peor, no tenía idea dónde pasaría esa noche, recuerdo que me puse a llorar en el aeropuerto, había entrado en pánico.
Pensé que en el “paraíso” todo sería posible, y me fui caminando para la playa en busca del hotel en el que ya había estado tres veces antes, en donde seguro encontraría a “Danielito”, un raizal que era recepcionista del hotel y con el que habíamos “rumbeado” mis amigos con sus novias y mi novia y para quien yo no era ningún desconocido.
Después de amanecerme esa noche en la recepción del hotel y habiendo dormido solo por intervalos porque me debía sentar cuando llegaran nuevos huéspedes, condición puesta por un compañero de trabajo de mi amigo isleño, este aparece para su turno a las siete de la mañana, y la magia de nuevo se aparece antes mis ojos.
Para ese día estaba instalado en su casa, dándome la bienvenida su abuela, una dulce isleña que se había jubilado como cocinera en los mejores hoteles de la isla, la esposa de mi amigo anfitrión y una hermana. A los dos días ya tenía buen trabajo.
A partir de ese día y momento mi vida en los once meses que estuve en el “paraíso terrenal”, solo fueron experiencias tras experiencias maravillosas e increíbles. Quizá de las cosas que más he hecho a lo largo de estos años es cerrar mis ojos e irme a esos días. Porque no creo que mis mejores años hayan sido en el colegio como se suele decir, ni siquiera de mi infancia que sé, fueron muy felices; siempre recuerdo esos once meses como los más alucinantes, increíbles y maravillosos que alguien pueda vivir, y yo los viví.
No habían drogas, no existían jíbaros ni proxenetas. Te ibas de conquista al hotel Tiuna, donde su recepción era un “aeropuerto” pues allí los chicos se hacían los mejores levantes, en el último piso estaba la discoteca más famosa de la isla, después vendría La Estrella a hacerle competencia, y que después se incendió. Salías a la una, dos o tres de la mañana caminando por el lugar que fuera y nunca te sucedía nada, podías llevar cadena de oro y nadie te atracaba y apuñalaba. De hecho yo solía salir un poco ebrio hacia la casa de “Danielito” donde vivía que se encontraba por los lados del aeropuerto, y los peligros jamás me acecharon.
A mis dieciocho años me sentaba en la playa con amigos isleños y del “continente”, a tomar cerveza, y sentía que todo el mar y el mundo me pertenecían, sentía que todo giraba en torno a mí, pues todo era demasiado bueno, bonito, tranquilo, inocente. Siempre estaba conociendo personas de todo el mundo, en todos los idiomas, algo que se me daba por ser guía turístico, mi segundo trabajo.
Vivía de idilio en idilio y a los cuatro o cinco días, dos almas estábamos llorando nuestras despedidas. Corazones partidos que se marchaban para el “continente” o para países lejanos, y un enamorado atribulado que se quedaba secando las lágrimas, esperando que cupido de nuevo me flechara para continuar en el sino trágico del amor. Conocí la felicidad en San Andrés, estuve en su piel, nos poseyó a muchos que la invocamos; sé de tantos y tantos que danzaron también con ella, en ese pedazo sagrado que algún día fue esa tierra, ese lugar donde los que lo deseaban, iban a cumplir sus sueños, sus quimeras, sus promesas postergadas. Ese paraíso se nos fue a todos de las manos, incluyendo a sus raizales.
Hoy nadie puede escapar a sus demonios, a sus maldiciones, a su propio karma a cuenta de los violentos y los corruptos, la magia y la la fantasía ya no existen, los conjuros hoy los hacen con velones negros, muñecos de trapo, polvo blanco y gente que matan.
Incluso creo que mi conjuro con el “agua de racol” está perdiendo su poder, pues hace tres años que no he vuelto a San Andrés, sus efectos mágicos han casi desaparecido, de hecho creo que sí existió alguna vez, o debió haber sido resguardada por los “cuidanderos de la isla” como un preciado tesoro esperando ser encontrado por quienes realmente merezcan tomar de ella.