Durante la existencia de la zona de despeje del Caguán, en un acto social de los numerosos en que participábamos las Farc por entonces, sostuve una animada conversación con el vocero de una organización no gubernamental. Tras tantos años no preciso ahora su nombre, ni el de la ONG que representaba, que además tenía una sonoridad alemana difícil de memorizar. Retengo sí que se ocupaba de hacer trabajo en la Amazonía.
El hombre, lleno de inconformidad, se refería a la manera de tratar las cosas por parte del Estado colombiano. No hacía dos décadas el país y el mundo habían conocido de la existencia de los nukak makú, una comunidad indígena que habitaba en las profundidades de la selva, completamente aislada de la civilización, en un estado primitivo. Aquel descubrimiento del que tanto se habló en su momento, significó un destino fatal para ellos.
Bastaba con mirarlos a los ojos para comprender su estado de inocencia. Se movían entre la enorme jungla, de la que derivaban su subsistencia, sin un lugar fijo donde habitar, como una comunidad completamente nómada. No conocían una palabra del castellano, ni se habían interrelacionado nunca con lo que se llama civilización. La furia de mi interlocutor de ese día, nacía de constatar en qué se habían convertido menos de veinte años después.
Usted puede verlos en San José del Guaviare, repetía, borrachos, tirados en la calle vencidos por el alcohol. Así han terminado. La mayoría trabaja cogiendo hoja de coca en los cultivos de la mata. Eso era lo que les había ofrecido el Estado colombiano, tras el espectacular impacto mediático que representó su aparición. Científicos de todo el mundo habían llegado al país para estudiarlos. Ahora a nadie le importaban. Sobrevivían de lo que les daba el entorno y nada más.
Algo del asunto comenté en un aula guerrillera unos años después. Para mi sorpresa, uno de mis alumnos levantó su mano para decirme que él era makú. No era extraña en las Farc la militancia de indígenas. De muy diversas etnias podía encontrárselos en los frentes y columnas. Reparé en su apariencia como no lo había hecho antes. Supe que decía la verdad. La limpieza de su mirada en aquel rostro de apariencia y color nativos bastaba para certificar sobre su origen.
Al menos él había emprendido un camino distinto en la vida. Seguro que el único que podía encontrar para dignificar su existencia. Quizás dónde se halle ahora y en qué se habrá convertido. Esto de la firma de los Acuerdos de Paz nos cambió por completo la vida a todos los guerrilleros. De repente, como los makú, nos vimos compelidos a vivir en una sociedad y asumir un estilo de vida que nos resultaba por completo ajeno. El precio de la reincorporación es alto.
Puede que para ciertos sectores resulte inadmisible. Que les sea imposible de asimilar. Allá ellos con su terquedad y estulticia. Pero hay un hecho histórico incontrovertible. Las farc llegamos a conformar en Colombia una comunidad sui géneris. Miles y miles de mujeres y de hombres que hicieron de la selva su hábitat natural, y que se relevaron existencialmente muchas veces. Algunos hablan de las generaciones que conformaron nuestra organización guerrillera.
Y no están lejos de la verdad. Los viejos, Jacobo Arenas, Manuel Marulanda, Miguel Pascuas y demás arrastraron tras de sí a cuantiosos jóvenes, en los años sesenta, setenta, ochenta, noventa y aún en el siglo que corre. Fueron muchísimos, quizás jamás se conozca la cifra, los que murieron bajo el fuego o perecieron a manos del enemigo de una forma u otra. Aquel torrente humano produjo su cultura, su forma de vida, sus valores, su manera de ver y soñar el mundo.
En La Habana se conquistó que el Estado reconociera la diferencia de las Farc.
Y que ese grupo humano contara con múltiples garantías
para reincorporarse a la sociedad
Siempre los inspiró el altruismo. Tal vez no logre encontrarse una comunidad en la que el significado de la solidaridad, la fraternidad, la abnegación, el desinterés material y la voluntad de construir un mundo y una sociedad mejores, se viviera de modo más consecuente y real. La guerrilla era un universo en el que no tenían cabida ni el individualismo ni el egoísmo. Algo supremamente difícil de entender para quien no vea más allá de su nariz.
Su regreso a la civilidad está lleno de violencias que me hacen recordar a los makú. En la Mesa de La Habana se conquistó, tras un larguísimo debate, que el Estado reconociera esa diferencia. Y la posibilidad de que ese grupo humano contara con múltiples garantías para reincorporarse a la sociedad. La JEP es eso, una fórmula de justicia nacida de la confrontación de más de medio siglo, basada en el insoslayable reconocimiento de la diferencia.
No es una justicia tradicional, ni se inspira en los valores del odio y la venganza. Hay que estudiar su verdadera naturaleza y comprenderla. Es la paz, no podemos dejarla pervertir.