Si los acuerdos de paz con las Farc los hubiera hecho Uribe, como él mismo quería, este sería un país mejor. Es de público conocimiento que la oferta hecha por el expresidente en acercamientos exploratorios al final del segundo mandato, en donde incluso alcanzó a dejar libre a trescientos guerrilleros encarcelados de manera unilateral y la posibilidad de una constituyente, demostraba que al presidente eterno no solo le interesaba ganarse un premio en History Chanell producto de su arrolladora popularidad, sino que también quería ocupar un puesto en la Historia grande de este país. Un Nobel a su hoja de vida le daba una legitimidad, un prestigio que en Europa nunca ha tenido.
Pero no, cuando Juan Manuel Santos empezó a acercarse a Chávez, a Correa, a los peores enemigos de la raza colombiana, para que sirvieran de garantes con las Farc, a Uribe no le gustó que, subido en sus hombros, un gago carente de la simpatía y elocuencia que él ha lucido toda la vida, desde que era un estudiante de primaria del Colegio Monasterio de los Benedictinos de Envigado, le quitara la gloria.
La cereza en el pastel de la Seguridad Democrática no sería la ejecución a mansalva de Alfonso Cano sino los acuerdos de Paz con las Farc. Devastados por los bombardeos, por la política de recompensas que alimentó la traición dentro de la guerrilla y que causó la muerte de comandantes tan importantes y carismáticos como Fabian Ríos, las Farc pasaron de ser el grupo armado que amenazó con tomarse el país a mediados de la década del noventa, durante el caótico gobierno de Ernesto Samper, a una guerrilla desmoralizada, ahogada, desprestigiada y acorralada. Uribe sabía que los tenía a su merced y que a la hora de sentarlos en una mesa de negociación estarían en desventaja.
Sí, los dos grandes golpes finales, los que terminaron de fracturar a las Farc los dio Santos, la muerte de Jojoy y de Cano acabó definitivamente con cualquier ilusión de victoria revolucionaria, pero las Farc ya venían quebradas, desunidas, acabadas. Comandantes como Iván Márquez y su mano derecha Santrich se escondieron en la parte venezolana de la Serranía del Perijá y durante años perdieron contacto con el Secretariado, al igual que Joaquín Gómez que como cualquier comandante Kurtz se metió en el corazón de las tinieblas de las selvas del Guaviare con cientos de sus hombres sin darle cara a la arremetida uribista. Sí, las Farc las derrotó Uribe y él, que ganó dos presidencias prometiendo la guerra, quería perpetuar su legado llevando la paz.
Muchas veces Uribe demostró el interés de ir a La Habana
y hablar con las Farc.
Nadie dentro del equipo negociador del gobierno le paró la caña
Y se la quitó Santos, el mismo que tuvo las luces de los reflectores cuando se efectuó la Operación Jaque, el único de sus ministros que no le rendía cuenta, el hombre frío que representa como nadie la oligarquía bogotana. Entonces, apelando a la fidelidad irracional de sus seguidores, cavó una trinchera y desde allí desplegó la oposición más feroz que recuerde el país, una intensa campaña de mentiras y odio que no se veía desde la época de Laureano Gómez. En Santos encontró a su enemigo perfecto. Santos se hizo el harakiri ignorándolo y menospreciándolo. Como los comandantes de las Farc, vivía en una franja lunática y nunca vio la realidad y la realidad fue que el país nunca los quiso. Muchas veces Uribe demostró el interés de ir a La Habana y hablar con las Farc. Nadie dentro del equipo negociador del gobierno le paró la caña. Siguieron de espaldas a la realidad y se atrevieron a hacer un referendo en donde se hundieron miserablemente.
Ya van a cumplirse dos años del Nobel de Santos, un Nobel que Uribe quería para él. En su resentimiento y en esa guerra de ocho años Uribe perdió y mucho. El nuevo gravamen para el IVA propuesto por el presidente que él nombró terminará de resquebrajar una popularidad que ya va en el 40 %. Uribe, en su guerra contra Santos, dinamitó su capital político. La mala gestión de este gobierno lo terminará de hundir. A Uribe la envidia lo mató.