El “karma social” (si vale el término) que Colombia afronta da como para toda clase de especulaciones esotéricas, metafísicas y de tema de entretención o polémica de los canales internacionales de televisión que se ocupan de esa especie de información pseudocientífica o de amarillismo cósmico. Léase Discovery Chanell, Nat Geo y History Chanell para no alargar más la lista hasta el canal Infinito.
¿Por qué somos una sociedad proclive a la violencia? ¿En qué momento la violencia se enquistó en nuestra carga genética a lo largo de los tiempos? ¿Por qué somos tan diferentes a nuestros vecinos (con menor distancia de Venezuela) para resolver los conflictos y las diferencias? Como diría una amiga entrañable que transita por la senda de la espiritualidad y la contemplación: ¿cuál es nuestro karma colectivo?
Al contemplar el desgarramiento social producto de la violencia que ha asolado al territorio, piensa uno, desde la llegada de los españoles a conquistar lo desconocido y huir de lo conocido en el siglo XV, no hemos parado de matarnos: hay una línea difusa y casi que invisible entre conflicto y paz. Tormenta y calma. La claridad de la vida y la oscuridad de la muerte conviven en un amanecer desesperanzador y un atardecer de zozobra. Agradezco el levantarme vivo pero no sabré si anocheceré muerto.
Sobran los eufemismos para categorizar la violencia. Sobran los argumentos para aclarar causas y efectos. No vamos a llorar sobre lo mojado. “Y de llorar si es que ha sabido estas gentes”, diría cualquier alienígena que se asome por estas tierras.
La línea invisible entre conflicto, paz y posconflicto en Colombia se configura como un estado de normalidad generacional y por ende, en “zona de comodidad” que la naturaleza y la sociedad —quizás de manera evolutiva— nos ha dotado para resistir como bestias que de vez en vez aspiran a vestirse un Armani.
Cualquier desprevenido ciudadano que “pare orejas y afine miradas” se da cuenta al rompe que todas las expresiones de violencia, grandes, medianas y pequeñas, se enlazan de una manera casi que metafísica; en una conexión inexplicable desde la ciencia y que por ello, se tiene que recurrir a una justificación por fuera de la ortodoxia científica: La señora a la que le roban la cartera en la calle o saliendo del banco le rapan el cuantioso retiro, fue víctima de un delincuente que seguramente está conectado con el crimen organizado o tiene su propia microempresa de asaltos y raponazos con marca y estilo. Una manera perversa de mejorar el coeficiente de Gini por vía de la desconcentración del ingreso.
El sicario que propina disparos a su víctima —a su vez la víctima conectada con asuntos de delincuencia o de militancia política (que no es lo mismo— está en conexión con los ejércitos de cualquier mano y sentido que hemos —orgullosamente— constituidos y avalados de manera democrática en los procesos de paz y de reinserción. La paz no se firma con todos, la firman unos pocos. La mayoría se traga el sapo de la guerra y su indigestión produce un efecto invernadero en la sociedad que termina abortándolos o señalándolos como “zombis sociales”. Haga el cruce de información entre sicarios identificados en un crimen y su procedencia de grupos armados desmovilizados. ¿Qué encontró?
El político que con mínima o nula vergüenza muda de piel entre bandos de criminales para poner en consideración sus aspiraciones —propias o en cuerpo ajeno— a cualquier cargo público, es tan delincuente como aquel ladrón que le robó la cartera a la señora de más arriba en esta misma columna, e incluso, por conexiones metafísicas que no voy a explicar, la señora misma de más arriba que sale del banco, pudo haber estado haciendo un retiro del político consagrado y sabemos con certeza la procedencia de esos millones que se llevó el anónimo empresario del crimen. Redistribución de la renta en el país de las maravillas.
El conflicto y el posconflicto en Colombia —por lo que se vive— son yuxtaposiciones, no fenómenos lineales superables, tampoco circulares que indiquen movilidad, retorno y no retorno: se hace la paz con unos pocos y se continua la guerra y el exterminio con los otros, al principio sin armas físicas, se usa la indiferencia y la exclusión; luego se elimina el virus o la enfermedad a punta de remedios radicales de exterminios colectivos y selectivos según la resistencia de los agentes patógenos.
¿Para qué ilusionarnos con el posconflicto si no removemos los detonantes sembrados en este campo minado por el que transita un país de ciegos?
Dos universos paralelos se determinan desde lo cuántico. Uno, plagado de violencia y realidades vergonzantes, ahí todos pagamos un “karma social”. Otro, un país de ficción e imposturas que en alta resolución de color embelesa y cautiva. “El rey de Dinamarca cena fritangas en Cundinamarca”.
Coda: Miramos las cifras de violencia del país vecino, pero no me explico cómo los noticieros nacionales y regionales son una crónica roja matizada con los “videos rojos” de Shakira y Rihanna.