Los he conocido por casi 20 años. Hoy en día son madres y padres amorosos; devotos y generosos hijos y hermanas; honrados y esforzados trabajadores. Sin duda, inteligentes, curiosos y creativos en el enredado arte de vivir. Nuestra amistad siempre había estado robustecida por el tácito acuerdo de no permitir que los credos políticos nos distanciaran. Algún día, sin embargo, en vísperas de alguna de las elecciones, los ánimos se afilaron y luego de un fuerte cruce de palabras, quedé inmerso en una duda: ¿cómo se puede ser buena persona -tal y como me consta son mis amigos- y a la vez apoyar a un personaje tan cuestionado como Álvaro Uribe Vélez?
Tratando de responderme, encontré un primer error frecuente y celebrado por muchos: la generalización. Palabras como todos, ninguno, siempre o nunca, han probado su ineptitud para llevar a cabo análisis políticos sopesados y serios. La generalización es hija de la ignorancia y madre de la mayoría de los prejuicios. En ese sentido, hablar de los uribistas como una masa uniforme y compacta -todos los uribistas son…- es a todas luces inconveniente y arbitrario. Más aún cuando el uribismo ni siquiera puede considerarse como una corriente de pensamiento político con identidad propia o con suficiente presencia histórica como para dilucidar sus principios o dogmas fundacionales. (Sin que esto implique negar las consecuencias nocivas que ha traído consigo la figura de Álvaro Uribe al país).
En ese sentido, el uribismo no existe. Como tal, esta categorización obedece más a una tentativa mediática y propagandística que a una ideología. Es evidente que el uribismo no es más que una amalgama, más o menos organizada, de lineamientos políticos, económicos y religiosos precedentes. Por un lado, el uribismo defiende cierto liberalismo económico que busca evitar la “innecesaria” intromisión del Estado y tiende a favorecer los grandes capitales, las inversiones extranjeras y el sistema financiero. Sin embargo, ese mismo uribismo también se alinea con varias posturas conservadoras que convencidas de proteger -muy a su manera- instituciones sociales como la familia -de la potencial vulnerabilidad y contaminación que causaría el pensamiento diverso- promueve políticas intervencionistas regresivas y excluyentes.
No obstante, la característica más llamativa -y peligrosa- del uribismo es su cercanía con el pensamiento religioso judeocristiano en sus vertientes más restringidas y reaccionarias. Sus posiciones y pronunciamientos frente a temas tan delicados, como los derechos reproductivos de la mujer o la presencia y reconocimiento de derechos de poblaciones LGBTI (o como sostendría el mismo Uribe, no heterosexual) demuestran su inclinación por los argumentos religiosos tradicionales que aportan versiones limitadas de lo que para ellos son los “ordenes” naturales: lo correcto, lo apropiado y lo bello.
La credibilidad y sentimientos que despierta
en algunos de sus seguidores Álvaro Uribe,
parecen síntomas de una entrega emocional propia de las experiencias religiosas
Indudablemente, también la credibilidad y sentimientos que despierta en algunos de sus seguidores Álvaro Uribe, parecen más síntomas de una entrega emocional propia de las experiencias religiosas que de la simple consideración política e ideológica. De otra forma, sería -en principio- inexplicable cómo millones de personas, de los más distintos orígenes y circunstancias, omiten y justifican muchas de las conductas del expresidente, bien conocidas por su inminente ilegalidad y su naturaleza inmoral. Un acto deformado de fe.
No obstante, la filosofa norteamericana Martha C. Nussbaum, experta en el análisis de las emociones humanas, parece darnos otra posible explicación: el miedo. La consagración de Uribe como líder absoluto, es una consecuencia y extensión del miedo más primario que nos aturde y conmueve en los primeros meses de vida: la impotencia de no poder defendernos por nuestros propios medios de la amenaza que puede ser el mundo. Es por esto que dicho estado de amenaza latente nos hace necesitar de un protector, un soberano, un garante. Ante una realidad indigesta de miedos reales e inventados -como la nuestra- un personaje poderoso y que sepa explotar ese miedo -como Uribe- será defendido, cueste lo que cueste. Al defenderlo -sus seguidores más atemorizados- se defienden a sí mismos.
La gravedad de esta manifestación del miedo, se cierne en la dolorosa pérdida de la soberanía individual consecuencia de hacer entrega a Uribe de la capacidad -y la voluntad- de formar, de manera independiente, las opiniones personales sobre el bien y el mal; opiniones que deberían formarse de manera autónoma y caso por caso. Cuando muchos defendieron la lamentable consigna electoral “el que diga Uribe”, renunciaron a sí mismos y a su condición de personas razonables. Dice la filósofa Nussbaum, que el miedo impide la razón y la deliberación humanas, y es ahí donde el riesgo de apoyar actos inmorales e incluso delitos, puede terminar convirtiendo a los seguidores más febriles de Uribe en cómplices de una voluntad ajena, que como cualquiera obedece a impulsos egoístas y personales.
Se pensaba que hace mucho se había destronado a los reyes y a los soberanos absolutos pero al parecer el miedo los trajo de regreso. En conclusión, no se trata de señalar quiénes son buenas personas o malas, se trata de insistir en la posibilidad democrática de ser libres e independientes en nuestro diario vivir y de paso reconocer nuestros miedos y los peligros a los que nos sometemos cuando permitimos que nos rebasen.
Mis amigos siguen siendo buenos y virtuosos, pero como todos, son víctimas del miedo que extraña, que confunde, que aleja, incluso de los que más nos quieren.
@CamiloFidel